sábado, 29 de agosto de 2009

Homilías acerca del Evangelio según San Mateo, XIII

HOMILÍA XXIV

No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos (Mt 7,21).

¿POR QUÉ no dijo: sino el que hace mi voluntad? Porque ya estaban más dispuestos para aceptar aquello; mientras que lo segundo, atendiendo a su gran debilidad, resultaba demasiado pesado. Por lo demás, con lo uno indicó lo otro. Y debe añadirse que en realidad no es una la voluntad del Padre y otra distinta la del Hijo. Y me parece que aquí pincha sobre todo a los judíos, que ponían el colmo de la perfección en las doctrinas, pero no se preocupaban de vivir rectamente. Por eso los reprendía Pablo diciendo: Tú te llamas judío y descansas en la ley y te glorías en Dios y conoces su voluntad.- Pero de nada te aprovecha si no va junto el ejemplo de tu vida y las obras.

Pero Cristo no se detuvo aquí, sino que añadió algo que es mucho más: Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor! ¿no profetizamos en tu nombre? Como si dijera: no se excluye del reino de los cielos únicamente a quien teniendo fe descuida el bien vivir, sino que, aun cuando juntamente tenga fe y haga grande cantidad de milagros, pero nada bueno haya hecho, será del mismo modo rechazado de aquellas puertas eternas: Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor! ¿no profetizamos en tu nombre? ¿Observas cómo, ya terminado el sermón, se presenta él oscuramente y se manifiesta como Juez?

Ya anteriormente había declarado que a los pecadores les llegará su castigo; pero ahora revela quién va a ser ese futuro vengador. Pero no dijo claramente: Yo soy, sino: Muchos me dirán, que viene siendo la revelación de lo mismo; pues si no fuera él a ser el Juez ¿cómo podía decir: Yo entonces les diré: nunca os conocí; apartaos de mí? Ni sólo no os conoceré en aquel día del juicio, pero ni al tiempo en que hacíais los milagros. No os alegréis de que los espíritus os estén sometidos; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en los cielos? Y en todas partes ordena el bien vivir.

Porque jamás puede suceder que el hombre que lleva bien su vida y está libre de todas las enfermedades del alma, sea despreciado por Cristo; pues aun cuando alguna vez yerre, al punto Dios lo volverá a la recta doctrina de la verdad. Hay quienes piensan que los mencionados por Cristo lo que decían lo decían mintiendo, y que por esto no lograron la salvación. Pero en este caso la prueba nada demuestra; porque lo que Cristo en este pasaje quería era asentar que la fe sin las obras de nada sirve. Y explicando esto, añadió lo de los milagros; para insistir en que aun el obrar milagros de nada aprovecha sin la virtud a quien los obra. Pero si aquéllos en realidad no hubieran obrado milagros ¿qué fuerza tendría la prueba?

Por el contrario: en el día del juicio ni aun se habrían atrevido a hablar con Cristo y decirle esas cosas. La respuesta de Cristo y el que ellos le hablen en forma interrogativa manifiesta que en realidad habían obrado milagros, como decían. Viendo ellos que el acabo era al contrario de lo que esperaban, de manera que allá se veían castigados, ellos que acá habían profetizado, llenos de admiración y estupor, le dicen: ¡Señor, Señor! ¿no profetizamos en tu nombre? ¿Cómo es que ahora nos rechazas? ¿Cómo se entiende este inesperado desenlace?

Se admiran de que, tras de haber hecho obras tales, sean castigados. Pero tú no te admires. Toda gracia procede de un don del que la da. Como ellos nada pusieron de su parte, con todo derecho son castigados, pues fueron ingratos para con quien en forma tal los honró que les concedió semejante gracia, aun siendo indignos de ella. Preguntarás: ¿cómo estando ellos manchados y obrando maldad, hacían semejantes milagros? Hay quienes dicen que ésos, al tiempo en que tales milagros hacían, no estaban manchados de iniquidad, sino que después se pervirtieron y obraron el mal. Pero si así fuera, la prueba no tendría fuerza. Lo que Cristo quería declarar era que ni la fe sin las obras, ni las obras servían de nada si la vida no iba de acuerdo con la fe.

Así lo dijo Pablo: Si tuviere tanta fe que transladare las montañas y conociera todos los misterios y toda la ciencia, si no tengo caridad, no soy nada. Insistirán tal vez preguntando quiénes pueden ser tales hombres. Muchos de los creyentes habían recibido dones, como aquel que aunque no seguía a Jesús, arrojaba los demonios, y como Judas, pues también éste, aun siendo perverso, recibió dones. Y también en la Ley Antigua se puede encontrar lo mismo; es decir, que con frecuencia la gracia obra en hombres indignos, para conferir beneficios a otros. Como no todos eran idóneos para todo, sino que unos llevaban una vida pura, pero no tenían gran fe, y otros al contrario, usa Dios de unos para amonestar a otros, a fin de que crezcan en la fe; y a otros mediante este don inefable los excita para que se hagan mejores.

En vista de esto, confería la gracia abundantísimamente. Dice, pues: obramos muchos milagros. Pero yo les diré: No os conozco. Acá en la vida creen ser mis amigos; pero en aquel día conocerán que yo les concedí esos dones, pero no como a amigos. Mas ¿por qué te admiras de que concediera dones a aquellos hombres que en él creían pero cuya vida no decía con su fe, cuando vemos que lo mismo hizo con otros que ninguna de ambas cosas poseían? Balaam, por ejemplo, ni tenía fe, ni vivía bien; y sin embargo, la gracia obró por su medio para proveer a los negocios de otros. Y también el Faraón era así, y sin embargo Dios le reveló lo futuro. Y al malvadísimo Nabucodonosor le reveló cosas que se realizarían después de muchas generaciones. Y a su hijo, que lo superó en perversidad, le reveló cosas futuras, para por este medio ordenar hechos maravillosos y grandes.

Como en aquellos tiempos comenzaba la predicación y convenía poner a la vista muchos argumentos probativos de su poder, recibían dones aun muchos de los contados en el número de loa

indignos. Sin embargo, éstos nada lucraban por semejantes milagros, sino que aun son castigados con mayores tormentos. Por tal motivo lanzó Cristo contra ellos aquella terrible sentencia: No os conozco. A muchos desde esta vida los aborrece y antes del juicio los rechaza.

Temamos, pues, carísimos, y pongamos gran empeño en nuestro modo de vivir. Y no pensemos que tenemos ahora menos gracia porque no hacemos milagros. Pues al fin y al cabo, por los milagros nada se nos pagará; ni tampoco se nos pagará menos porque no los hacemos, con tal de que nos empeñemos en todas las virtudes. No contraemos deuda por no hacer milagros; pero en cambio, de la vida santa y de buenas obras, tenemos como deudor a Dios. Y pues él todo lo hizo bien, y habló cuidadosa y exactísimamente acerca de la virtud, y claramente distinguió de los justos a los que solamente simulan la virtud, es decir a quienes ayunan por ostentación y lo mismo oran, y a quienes se acercan cubiertos de piel de oveja, "y a quienes echan por tierra la virtud, a los cuales llamó canes y cerdos, y finalmente declaró cuan grande ganancia se origina de la virtud aun en esta vida y cuan grave daño nace de la perversidad; por todo esto termina diciendo: Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone en práctica, será como el varón prudente.

Oísteis cuan gravemente serán castigados quienes, aunque hagan milagros, no observan los preceptos de Cristo. Conviene que oigáis ahora de qué bienes gozarán quienes observan todos sus mandatos; y esto no únicamente en el siglo futuro, sino también en el presente. Dice pues: Aquel que escucha mis palabras y las pone por obra, será como el varón prudente. ¿Adviertes en qué forma va variando su discurso? Unas veces se revela a sí mismo diciendo: No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! Otras veces, haciendo lo mismo, afirma: El que hace la voluntad de mi Padre. Y luego, declarándose como Juez, añade: Muchos en aquel día me dirán: ¡Señor, Señor! ¿no profetizamos en tu nombre? Y yo les diré: No os conozco. Ahora, en cambio, manifiesta tener poder sobre todas las cosas, pues dice: Quien oye mis palabras.

Había declarado lo tocante a las cosas futuras y les había hablado acerca del reino y del premio inefable y de la consolación y de otras cosas semejantes. Quiere ahora que recojan el fruto de todo y mostrarles cuan grande es la fuerza de la virtud en esta

vida. ¿Cuál es esa fuerza? El vivir con seguridad, el no doblegarse por ningunos sufrimientos, el ser superiores a cuanto nos infiere daños. ¿Qué puede haber que a esto se iguale? Es cosa que no puede adquirir ni quien vive ceñido de la corona real, sino únicamente quien se entrega a la virtud. Sólo éste posee esos bienes y en gran cantidad, y disfruta en este mar estrecho y tempestuoso de la vida presente, de gran tranquilidad.

Admirable resulta que cuando no hay calma alguna sino tormenta violentísima, grandes perturbaciones y tentaciones abundantes, él no pueda estremecerse ni siquiera un poco. Pues dice Cristo: Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, pero no se cayó porque estaba fundada sobre roca. Metafóricamente llama aquí Cristo lluvia, torrentes y vientos a las humanas desgracias y sufrimientos, como son las calumnias, las asechanzas, los duelos, las muertes, los infortunios domésticos, las molestias que los extraños nos causan y todos los otros males que se nos echan encima en esta vida presente. Pero el alma virtuosa ante nada se doblega; y la razón es por hallarse fundada sobre roca. Y llama roca a la firmeza de su doctrina. Puesto que sus preceptos son más firmes que la roca, y hacen al hombre superior a todas las fluctuaciones humanas. Quien los observa no sólo se hace superior a los que intentan dañarlo, sino aun a los demonios que le ponen asechanzas.

Y que no fuera esto pura jactancia, nos lo testifica Job, quien recibió toda clase de acometidas diabólicas y permaneció inconmovible. Pueden también testificarlo los apóstoles, los cuales, echándoseles encima todos los oleajes del orbe, y los pueblos, y los tiranos, y los extraños y los domésticos, y el diablo y los demonios y moviéndose toda la maquinaria contra ellos, vencidos todos esos elementos, ellos permanecieron más firmes que una roca. Pues ¿qué puede haber más feliz que una vida semejante? Pero esto no pueden darlo ni las riquezas, ni las fuerzas corporales, ni la gloria, ni el poder, ni otra cosa alguna que no sea la posesión de la virtud. ¡No, no es posible, por cierto, encontrar otra vida que esté libre de los males, sino únicamente esta sola!

Vosotros mismos sois testigos, pues veis los palacios; ¡qué asechanzas contempláis en las casas de los ricos! ¡qué graves tumultos y desórdenes! Nada parecido hay en la vida de los apóstoles. Pero ¿qué? ¿Es acaso que nada semejante experimentaron? ¿nada molesto sufrieron de parte de otros? Pues lo más admirable es que sufrieron infinitas asechanzas, que graves tempestades se echaron sobre ellos; pero no les quebrantaron el ánimo, no les destruyeron su confianza. Más aún: inermes en la lucha alcanzaron victoria y quedaron triunfantes. Pues también tú, si quieres guardar cuidadosamente estos preceptos, te reirás de todo peligro. Con tal de que estés bien armado con la doctrina de estas exhortaciones, nada podrá causarte tristeza. ¿En qué podrá dañarte quien te haya puesto asechanzas? ¿Te quitará los dineros? Pero te han dado ley de despreciarlos ya antes y de tal manera despegar de ellos tu ánimo, que ni siquiera jamás los pidas al Señor. ¿Te echará en la cárcel? Pero ya antes de la cárcel se te ha ordenado vivir de tal modo que estés crucificado para el mundo. ¿Se hablará mal de ti? Pues Cristo te libró ya del dolor al prometerte grandes premios por la paciencia, después del trabajo; y de tal modo te dejó expedito de la ira y el sufrimiento, que aun te ordenó orar por los enemigos. ¿Es que se te echa encima y te rodea por todas partes de males? Pero te prepara una brillante corona. ¿Te mata, te degüella? Así te hace el mayor de los beneficios, preparándote los premios de los mártires y enviándote más rápidamente al puerto tranquilo y dándote ocasión de mayor recompensa y procurándote el quedar exento de dar la común cuenta que todos hemos de dar de nuestros actos.

Y más admirable es aún que los asechadores no sólo no causen daño, sino que tornan más resplandecientes a los que acometen. ¿Qué habrá que a tal bien se compare como es elegir un género de vida que sólo es verdaderamente la vida? Pues había dicho que el camino es angosto y estrecha la senda; de aquí El mismo nos procura el consuelo y demuestra que hay en ella gran seguridad, grande placer; así como en la contraria hay perversidad grande y grande peligro y daño. Así como por aquí mostró los premios de la virtud, así también el pago y castigo que a la maldad se da.

Diré ahora lo que acostumbro decir: por ambos extremos procura la salud de los oyentes, por el amor a la virtud y por el odio a la perversión. Puesto que vendrían quienes se admiraran de sus sentencias pero no procuraran el bien vivir, para

prevenirlos les pone temor y dice: aun cuando lo que se dice sea bello, pero no basta con oírlo para salvarse, sino que es necesario ponerlo en ejecución: y todo el discurso en esto se ocupa. Termina pues aquí dejándoles clavado un fuerte temor. Así como al tratar de la virtud los excitaba no sólo con los bienes futuros, con traerles a la memoria el cielo, el reino, la inefable recompensa, la consolación, los bienes inmutables, sino que además les ponía delante los otros bienes que al presente obtendremos, hablándoles de la firmeza e inmovilidad de la roca; así también al tratar de la perversidad, no sólo pone temor a los oyentes por los males futuros como lo del árbol arrancado, el fuego inextinguible, la puerta del reino cerrada y la futura sentencia: ¡no os conozco!, sino además con los males de esta vida presente, como la casa derruida. Con el mismo fin, instando con mayor vehemencia, les propone la parábola. Porque no basta con decir que el virtuoso sería invencible y el perverso fácilmente vencido; sino que añadió las metáforas de la roca, la casa, el torrente, la lluvia, el viento y cosas semejantes.

Dice pues: Aquel que escucha mis palabras y no las pone por obra, será semejante al necio que edificó su casa sobre arena. Justamente lo llamó necio. Porque ¿qué habrá más necio qun un hombre que edifica sobre arena, que echa sobre sí el trabajo pero no goza del fruto ni del descanso, sino que en lugar de eso sufre castigo? Y que quienes se entregan a la perversidad sufran trabajos, nadie hay que lo ignore. Porque el ladrón, el adúltero, el sicofante, mucho trabajan y mucho sufren para llegar a sus fines perversos; y sin embargo, no sólo no recogen fruto, sino que reciben grande daño. Así lo dejaba entender Pablo al decir: Quien siembra en su carne, de su carne cosechará la corrupción.* A este tal son semejantes los que edifican sobre arena; por ejemplo, los que edifican en fornicación, en lujuria, en embriaguez, en ira y en los demás vicios.

Así fue Acab, pero no fue así Elias. Reflexionemos sobre ellos oponiendo las virtudes a los vicios, y veremos más estrictamente la diferencia. Elias edificó sobre roca; Acab, sobre arena. Por lo mismo Acab, aunque rey, temía al profeta; al profeta que no tenía sino su vestido de pelo de camello. Así fueron los judíos, pero no fueron así los apóstoles. Por eso, éstos, siendo pocos y encadenados, presentaban la firmeza de la roca; aquéllos, en cambio, aunque eran muchos y estaban armados, mostraban la debilidad de la arena. Porque decían: ¿Qué haremos con estos hombres?5 ¿Observas cómo se angustian precisamente no los cautivos y encadenados, sino los aprehensores y vencedores? ¿Qué habrá más nuevo que esto? ¿Tú los encarcelas y sin embargo te angustias? Con justo motivo. Habían edificado sobre arena y resultaban más débiles que todos.

Y decían: ¿Qué hacéis queriendo echar sobre nosotros la sangre de ese hombre? ¿Qué decís? ¡Tú azotas, tú aterrorizas, tú dañas!, ¿y todavía temes? ¿Tú juzgas y estás temblando? ¡Tan débil es la perversidad! No así los apóstoles ¡no así! Dicen ellos: No podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. ¿Viste la alteza de ánimo? ¿viste la roca inconmovible? Y lo que es más admirable, no sólo no se mostraban tímidos porque se les prepararan asechanzas, sino que por ello cobraban mayor confianza y asi ponían a los judíos en mayores angustias. Quien golpea al diamante sale lastimado. Quien recalcitra contra el aguijón es el punzado y graves heridas recibe. Quien pone asechanzas a los virtuosos, se pone en peligro.

La malicia se vuelve tanto más débil cuanto más combate a la virtud. Al modo de quien ata fuego a su vestido, no extingue la llama sino consume su vestido, así quien hiere a los varones espirituales, a ellos los torna más esplendentes, pero él se pierde. Tú, en cambio, cuanto sea más grave lo que padeces, llevando correctamente tu vida, tanto más fuerte resultas. Cuanto más nos demos a la virtud, tanto más de nada necesitaremos; y cuanto más de nada necesitemos, tanto más fuertes seremos v venceremos.

Así era el Bautista y por eso nadie lo molestaba, mientras que él era molesto a Herodes. El que nada poseía se lanzó contra el que reinaba; el cual, fulgurante por la diadema y la púrpura y regios ornamentos, temía y temblaba ante aquel desarmado y desnudo de todas las cosas; y ni aun ya degollado el Bautista podía mirarlo sin terror. Y que lo temiera no poco aun después

de su muerte, oye cómo lo dice: Este es Juan al que yo maté. Porque esa palabra maté no es de uno que se gloría, sino de quien se quiere consolar en su temor y de quien con ánimo perturbado persuade que se traiga a la memoria el homicidio en el Bautista perpetrado. ¡Tan grande es la fuerza de la virtud que aun después de la muerte es más poderosa que los vivos!

Por tal motivo, mientras Juan vivía, muchos rodeados de riquezas se le acercaban y le decían: ¿ Qué haremos? 8 ¿ Tantas cosas poseéis y queréis saber de parte de quien nada tiene cuál es el camino para vuestra felicidad? ¿Vosotros, ricos, de parte del pobre? ¿Vosotros, soldados, de parte de quien ni mansión alguna posee? Tal era Elias también, y por lo mismo hablaba al pueblo con la misma libertad: Juan les decía: ¡Raza de víboras! Elias les decía: ¿Hasta cuándo habéis de estar vosotros claudicando de un lado al otro? 9 Este decía al rey: ¡Mataste, poseíste! Juan decía al rey: No te es lícito tener por esposa a la mujer de tu hermano Filipo.

¿Has visto la roca? ¿has visto la arena? ¡cómo fácilmente se desmorona! ¡cómo cede al infortunio! ¡cómo es vencida aun cuando se trate de un rey, de un pueblo, del poder mismo! Esa arena, a quienes en ella se apoyan los torna en extremo necios. Ni sólo se derrumba sino que acarrea consigo grandes infortunios. Pues dice Cristo: Y cayó con gran fracaso. Tratándose de una cosa vil y sin precio, no hay peligro; pero se trata del alma, de la pérdida del cielo y de los bienes inmortales. Mas, aun antes de esas cosas, ya en esta vida quien sigue la perversidad pasa una vida, la más miserable, entre tristezas, continuas aflicciones, temores, preocupaciones y combates. Esto dejaba entender cierto sabio cuando decía: Huye el malvado sin que nadie lo persiga.- Semejantes hombres tiemblan de las sombras, sospechan de los amigos, de los enemigos, de los siervos, de los conocidos y de los extraños y aun antes del eterno castigo, ya en vida sufren tormentos extremos.

Todo esto significaba Cristo al decir: Y cayó con gran fracaso, cerrando así con un término apropiado sus bellos mandatos y persuadiendo aun a los más incrédulos, aun por la situación de la vida presente, de que huyan de la perversidad. Pues aun cuando de más importancia sea el discurso en lo tocante a los bienes futuros, pero en el momento aquel, era más apto eso otro, para reprimir y apartar de la perversidad a hombres menos espirituales. Por tal motivo cerró así su sermón, a fin de que comprendieran la utilidad inherente a sus preceptos.

Sabiendo todo esto (lo referente a esta vida y a la vida futura), huyamos de la maldad, cultivemos la virtud para que no trabajemos en vano, sino que aquí disfrutemos de seguridad y en lo futuro seamos consortes de la gloria. Gloria que ojalá todos alcancemos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Amén.


HOMILÍA XXV

Cuando hubo Jesús acabado estos discursos, se maravillaban, las muchedumbres de su doctrina (Mt 7,28).

Lo NATURAL habría sido que se dolieran de preceptos tan onerosos y altísimos y se mostraran remisos. Pero era tan grande la virtud del que enseñaba que atraía a muchos de los oyentes-y los colmaba de admiración inmensa y aun los persuadía a causa del gusto que del discurso recibían; de manera que aun habiendo él terminado, no se le apartaban. Porque ni cuando-bajó del monte lo abandonaron los oyentes, sino que toda la multitud lo siguió: ¡tan grande amor de su doctrina les había infundido! Sobre todo admiraban su autoridad. Porque hablaba sin referirse en sus sentencias como ya dichas por otros, según lo hacían Moisés y los profetas; y en todo se mostraba como por sí mismo teniendo autoridad.

Pues siendo así que con frecuencia diera preceptos y estableciera leyes, decía: Pero yo os digo. Y al hacer alusión al último-día, se presentaba como siendo El mismo el Juez y como dador de premios y castigos. La consecuencia obvia era que ellos se perturbaran. Pues si los escribas que habían visto la manifestación de su poder mediante las obras, trataron de lapidarlo y lo echaron de sí ¿cómo no era verosímil que, en donde sólo las palabras lo manifestaban, ellas sirvieran de tropiezo, sobre todo cuando por ellas empezaba, antes de que diera prueba de su poder? Y sin embargo, nada de eso experimentaron las turbas; porque cuando el ánimo es bueno y sensato, fácilmente obedece a la doctrina de la verdad. Y por esto sucedía que los escribas, aun cuando las obras de Cristo declararan su poder, ellos se ofendían; mientras que las turbas con sólo escucharlo lo seguían y obedecían. Dejando entender esto, decía el evangelista: Lo siguieron turbas numetosas: no algunos de los escribas y de los príncipes, sino todos los que no estaban manchados de perversidad y eran sinceros. Y a través de todo el evangelio verás que son éstos los que lo siguen.

Cuando él hablaba lo oían en silencio, no lo interrumpían, no lo tentaban, ni andaban a caza de ocasiones para acusarlo, como los fariseos; y una vez terminado su discurso, lo seguían admirados. Pondera aquí la prudencia del Señor y cómo va variando en sus procedimientos para utilidad de sus oyentes; y cómo de los milagros pasa a los discursos y de nuevo de éstos a los milagros. Porque antes de subir al monte curó a muchos, preparando el camino para lo que iba a decir. Y una vez que dio fin a su largo discurso, de nuevo procedió a obrar milagros, confirmando lo dicho con los hechos. Y puesto que enseñaba como quien tiene poder, para que semejante modo de enseñar no pareciera fausto y ostentación en solas las palabras, procede del mismo modo en las obras y cura las enfermedades como quien tiene poder: para que ya no se admiraran al verlo asi enseñar, pues del mismo modo procedía al hacer los milagros.

Como bajó del monte lo siguieron muchedumbres numerosas; y acercándosele un leproso, se postró ante él diciendo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Grande es la prudencia y la fe del que se acerca. No discutió las enseñanzas; no interrumpió la exposición metiéndose por entre el auditorio, sino que esperó el tiempo oportuno. Y una vez que Cristo bajó del monte, entonces se le acerca. Y no lo hizo a la ligera, sino con gran fervor; y le suplica postrándose de rodillas, como dice otro evangelista;! y lo hace con fe sincera y pensando de Cristo lo que se debe pensar. Porque no le dijo: Si oras a Dios, si suplicas; sino: Si quieres puedes limpiarme.

Tampoco le dijo: ¡Señor! ¡limpíame!, sino que todo lo deja en sus manos y da testimonio de que es Dueño de curarlo y de su absoluto poder. Dirás: ¡Bueno! ¿y si la creencia del leproso resultaba falsa? Convenía entonces que Cristo la refutara y lo increpara y corrigiera: ¿Lo hizo acaso? De ninguna manera; al revés, confirma lo que el leproso le dijo y lo refuerza. Y por esto no le dijo simplemente: Sé limpio, sino: Quiero, sé limpio. Todo

para que aquella verdad se apoyara no en el parecer del leproso, sino en la sentencia de Cristo. No procedían así los apóstoles. ¿Cómo procedían? Como todo el pueblo estuviera estupefacto, ellos le decían: ¿Por qué os admiráis de esto, o qué nos miráis a nosotros, como si por nuestro poder propio y piedad hubiéramos hecho andar a éste? 2 En cambio el Señor, aunque muchas veces se expresó modestamente en lo que era inferior a su gloria ¿qué es lo que dice aquí para confirmar la opinión de quienes lo admiraban en su poder? Quiero, sé limpio. Parece que nunca se le oyó expresarse así al hacer tan grande cantidad de milagros.

En este caso, para confirmar la opinión del leproso y del pueblo acerca de su poder, dijo: Quiero. Ni lo dijo con intención de no hacerlo, sino que al punto se siguió la obra. En realidad, si el leproso se había equivocado y había dicho algo blasfemo, lo propio era que no se siguiera el milagro. Ahora en cambio la naturaleza, al recibir la orden, obedeció con la celeridad que convenía; más aún, con mayor de lo que el mismo evangelista expresa. Ya que su expresión: al punto, es con mucho, más tarda en pronunciarse que la celeridad con que se verificó el milagro.

Y no sólo dijo Cristo: Quiero, sé limpio; sino que además extendió la mano y lo tocó. Esto es más digno aún de examen. ¿Por qué, pues lo curaba con el acto de su voluntad y con su palabra, añadió el tocarlo con la mano? Creo yo que no tuvo otro motivo sino el de dar a entender que él no estaba sujeto a la Ley, sino que estaba por encima de la Ley, y que en adelante para el hombre puro ya nada había impuro. Elíseo, cumpliendo con la Ley, ni siquiera miró a Naamán; y cuando oyó que éste se había ofendido por no haber salido ni haberle tocado el lugar de la lepra, para guardar estrictamente la Ley. Elíseo, quedándose en su casa, se contentó con enviarlo al Jordán a que se lavara. Pero el Señor, para mostrar que curaba no como siervo, sino como Señor, aun tocó al leproso. Y no se tornó inmunda su mano a causa de la lepra, sino al revés, el cuerpo del leproso quedó limpio al contacto de la mano.

No vino Cristo a curar únicamente los cuerpos, sino también para llevar las almas a la virtud. Así como al comer sin lavarse

las manos afirmó que ya no queda prohibido, cuando estableció aquella excelentísima ley acerca de la indiferencia de los manjares; del mismo modo en este pasaje nos enseña que es necesario curar el alma; y que, suprimidas todas aquellas externas purificaciones, era el alma lo que debía limpiarse y que su lepra era lo único temible, o sea el pecado; ya que el ser leproso del cuerpo para nada impide la salvación. Por tal motivo El, el primero, toca al leproso y nadie se lo reprocha. No estaba corrompido aquel tribunal; no eran envidiosos aquellos espectadores. Por eso no sólo no lo acusaron y calumniaron, sino que estupefactos por el milagro se dieron por vencidos y adoraron el poder de Cristo en palabras y en obras.

Y una vez que curó al leproso en el cuerpo, le ordenó que a nadie lo dijera, sino que se presentara al sacerdote y llevara la ofrenda que Moisés mandó, para que les sirva de testimonio. Dicen algunos que le ordenó no decirlo a nadie, a fin de que no procedieran con malicia al examen de la curación: pero ésta es muy necia sospecha. Porque no lo curó de tal manera que quedara duda de la curación. Le ordena no decirlo a nadie, enseñándolo a librarse del fausto y de la ambición. Sabía Cristo que el leproso no callaría el beneficio, sino que ensalzaría a su bienhechor: hizo pues lo que a él le tocaba hacer.

Preguntarás: ¿por qué en otra ocasión, al revés, ordenó que se publicara el beneficio? No lo hizo contradiciéndose ni dando órdenes encontradas, sino enseñando en este otro caso a mostrarse agradecido. Pues no ordenó que se celebraran a sí mismos, sino que dieran gloria a Dios. De manera que por este leproso nos enseñó a no ser fastuosos ni vanagloriosos; y por el otro a ser agradecidos a los beneficios; y en todos los casos a que refiriéramos a Dios la gloria y alabanza. Y porque los hombres, en general, cuando enferman es cuando se acuerdan de Dios; y una vez que se aleja la enfermedad se tornan desidiosos, ordena a sanos y enfermos que continuamente tengan presente a Dios: Da gloria a Dios?

Mas ¿por qué le ordenó presentarse al sacerdote y llevar la ofrenda? Para que cumpliera con la Ley. Porque no siempre la abrogaba, ni siempre la guardaba. Sino que procedía unas

veces de un modo y otras de otro: no siempre, para ir preparando el camino a la futura práctica y doctrina; algunas veces, para reprimir la lengua de los impudentes judíos y acomodarse a su debilidad. ¿Te admiras de que así procediera a los principios, siendo así que también los apóstoles, cuando se les ordenó ir a los gentiles y abrir las puertas del orbe para esparcir por doquiera la doctrina de Cristo y echar fuera la Ley, e instituir nuevas prácticas y abrogar las antiguas, se encuentra que unas veces guardaban la Ley y otras la transpasaban?

Insistirás diciendo: pero ¿qué tenía que ver con la Ley eso que se le dice: Preséntate al sacerdote? Mucho tenía que ver. Porque era ley antigua que el leproso, una vez curado, no se arrogara el derecho de comprobar su curación, sino que se presentara al sacerdote y le mostrara los comprobantes de su curación, y así con el voto sacerdotal se le contara de nuevo entre los limpios. Pues si el sacerdote no testifica que el leproso había sido curado, tenía éste que permanecer fuera del campamento entre los enfermos.

Por este motivo, Cristo le dice: Preséntate a los sacerdotes y ofrece la ofrenda que ordenó Moisés. No dijo: que yo ordeno. Por mientras remite a la Ley con el objeto de cerrar en todo la boca a los judíos. Y para que no lo acusaran diciendo que se arrogaba el honor que pertenecía a los sacerdotes, llevó a cabo el milagro, pero remitió a los sacerdotes la comprobación y los constituyó jueces de su milagro. Como si dijera: tan lejos estoy de contradecir a Moisés o a los sacerdotes, que a quienes hago beneficios los remito a su obediencia.

¿Qué significa: Para que les sirva de testimonio? Es decir, como contraprueba, como acusación, si ellos no proceden bien. Pues decían que lo perseguían como a seductor y engañador y como a enemigo de Dios y transgresor de la ley; parece ahora decir al leproso: tú me serás testigo más adelante de que no soy transgresor de la ley, puesto que una vez que te he curado, te remito a la Ley y a la comprobación de los sacerdotes: cosa propia de quien practica la Ley y honra a Moisés y no se opone a las enseñanzas antiguas. Y aunque ellos para nada se aprovecharían, pero tú aprende por aquí en cuánto honor tiene él la Ley; ya que aun sabiendo Jesús que ellos ningún fruto sacarían, cumplía lo que por su parte le tocaba.

Porque todo eso lo sabía de antemano y predecía. Puesto que no dijo: para su enmienda ni para su enseñanza, sino para que les sirva de testimonio. Es decir, para contraprueba, acusación y testimonio de que yo he hecho contigo todo esto. Ni aun sabiendo que ellos no se enmendarían, dejé de hacer lo que convenía que hiciera; pero ellos perseveraron en su malicia. Esto mismo se dice en otro lugar: Será predicado el evangelio del reino en todo el mundo, testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el finA O sea para todas las gentes que no obedezcan, que no se sujeten.

Para que nadie dijera: ¿para qué predicas a todos? pues no todos han de creer. Responde: para que se vea que de mi parte he puesto cuanto debía y nadie pueda luego acusarme por no haber él oído, puesto que la predicación misma lleva en sí el testimonio en su contra. Nadie podrá luego decir: no hemos oído, porque la palabra de la fe ha llegado hasta los confines de la tierra. Considerando nosotros todas estas cosas, cumplamos nuestros deberes para con el prójimo y demos continuamente gracias a Dios. Sería un absurdo que, recibiendo cada día sus beneficios ni siquiera de palabra le diéramos gracias, siendo así que el confesarlos es para nosotros nueva utilidad. No necesita El de nuestras cosas; somos nosotros los que necesitamos de sus auxilios. Nuestras acciones de gracias nada le añaden, pero en cambio a nosotros nos tornan más familiares suyos. Si consideramos los beneficios de los hombres, cada vez los amamos más; pues mucho mejor, si continuamente estamos recordando los beneficios de Dios, seremos cada vez más empeñosos en cumplir sus mandatos. Por esto dice Pablo: Sed agradecidos. La mejor manera de conservar un beneficio es recordarlo y dar gracias continuamente.

Por igual motivo, aquellos temibles misterios, tan saludables, que en cada reunión celebramos, se llaman Eucaristía, puesto que son la conmemoración de infinitos beneficios, y manifiestan la fuente misma y resumen de la divina providencia y en todos sentidos nos preparan para dar gracias. Si es grande milagro que él haya nacido de una Virgen; y el evangelista transido de

estupor, decía: Y todo esto sucedió:6 ¿qué pensaremos, pregunto, del hecho de inmolarse por nosotros? Si el nacer se llamó todo, el ser crucificado, el derramar su sangre por nosotros y el dársenos a sí mismo en alimento y espiritual banquete ¿ cómo lo llamaremos? Demos pues asiduamente gracias: sea esto lo primero en nuestras palabras y acciones. Demos gracias no únicamente por los beneficios a nosotros concedidos, sino también por los ajenos. Así acabaremos con la envidia, fomentaremos la caridad y la haremos más sincera.

Porque no podrás en adelante envidiar en el prójimo los dones de que has dado gracias a Dios. Por eso el sacerdote, ante el sacrificio nos ordena dar gracias por el orbe todo, por los antepasados y por los que ahora viven, por los nacidos y por los venideros. Esto nos levanta de la tierra y nos eleva al cielo, y d¿ hombres nos convierte en ángeles. Porque éstos en coro dan gracias a Dios por los beneficios que nos ha hecho y dicen: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Preguntarás ¿qué tenemos nosotros que ver con esos seres que ni están en la tierra ni son hombres? ¡Mucho! Pues de tal manera somos hechos, que naturalmente amamos a nuestros hermanos y consiervos, hasta el punto de que sus bienes los estimamos nuestros.

Así Pablo en sus cartas continuamente da gracias a Dios por los bienes concedidos a todo el orbe. Demos, pues, también nosotros continuamente gracias por los nuestros y por los extraños, por los pequeños y por los grandes. Si el don es pequeño, se convierte en grande, sobre todo por ser Dios quien lo da; pero en realidad nada pequeño da El; y esto no sólo por venir de su mano, sino por la naturaleza misma del don. Pues, para callar otros muchos, más numerosos que la arena ¿qué hay igual a la providencia usada con nosotros en la Encarnación? Por ella nos dio lo más precioso que tenía, como es su Hijo Unigénito, y esto siendo nosotros enemigos suyos. Ni sólo nos lo dio, sino que nos lo presentó en la mesa como manjar, haciendo todo por nosotros: el dárnoslo y el hacernos agradecidos por semejante beneficio.

Como el hombre generalmente sea desagradecido, por doquiera Dios emprende y prepara lo que ha de ser para nuestra utilidad. Lo que hacía entre los judíos, trayéndoles a la memoria los beneficios, mediante los lugares, tiempos y fiestas litúrgicas, eso mismo hizo aquí al recordarnos perennemente semejante beneficio, mediante el modo como este sacrificio se celebra. Nadie se ha empeñado en hacernos probos, grandes y agradecidos, como el Dios que nos ha creado. Para eso nos colma de beneficios a nosotros, que con frecuencia aun ignoramos la mayor parte de ellos y aun los resistimos.

Y si te admiras de lo dicho, te demostraré que esto mismo sucedió no a un hombre cualquiera, sino al bienaventurado Pablo. Este hombre santo, ejercitado en muchos padecimientos y peligros, con frecuencia rogaba a Dios que le quitara las tentaciones. Pero Dios no atendió a sus peticiones sino a su utilidad. Y declarándole esto, le dijo: Te basta mi gracia, que en la flaqueza llega al colmo el poder.% De modo que aun antes de que le significara el motivo; y aun recusándolo él e ignorándolo, le hacía el beneficio. No es pues cosa grande la que nos pide al ordenarnos serle agradecidos por tan singular providencia. Obedezcámoslo y procedamos a lo que nos ordena en todo tiempo y lugar. Nada arruinó tanto a los judíos como la ingratitud. Esta y no otra cosa fue la que atrajo sobre ellos los grandes y frecuentes castigos; y aun antes que los dichos castigos, fue la ingratitud la que arruinó y perdió sus almas. Porque dice: la esperanza del ingrato se derrite como el hielo $

La ingratitud hace que el alma se debilite y muera, lo mismo que hace el hielo con los cuerpos. Y todo nace de la soberbia por la que el hombre se juzga digno del beneficio. El hombre contrito y humilde, dará gracias a Dios no sólo por los bienes sino también por lo que estima como adversidad: padezca lo que padezca, nunca pensará que ha padecido algo que no mereciera. Nosotros, cuanto más adelantamos en la virtud tanto más humillémosnos en contrición: ¡gran virtud es esto! Así como cuanto más penetrante tenemos la mirada, más vemos cuánto distamos del cielo, así cuanto más adelantamos en la virtud, tanto más se nos enseña el inmenso intervalo que hay entre

nosotros y Dios. Ni es pequeña parte de sabiduría, el poder apreciar nuestros merecimientos. De aquí nace que exactísima-mente se conoce aquel que se tiene por nada.

David y Abraham, que habían llegado a las cumbres de la virtud, fue entonces cuando sobre todo ejercitaron esta virtud. Abraham se llamó a sí mismo polvo y ceniza; David se llamó a sí mismo gusano. Del mismo modo, todos los santos se llamaban miserables. Y por el contrario, en absoluto se desconoce quien se alza en soberbia. Por esto solemos decir del soberbio que no se conoce, que en absoluto se ignora. Y quien a sí mismo se ignora ¿a quién conocerá? Así como todo lo conoce aquel que se conoce, así quien se ignora, también ignora todas las demás cosas. Así era aquel que decía: Pondré sobre los cielos mi tronoií0 Por ignorarse a sí mismo ignoró todas las cosas. No así Pablo, quien se llamaba a sí mismo hijo abortivo y. el último de los santos; y tras de tantas y tan esclarecidas empresas, no se juzgaba digno del nombre de apóstol.

Emulemos, pues, e imitemos a Pablo. Y lo imitaremos si nos libramos de la tierra y de los negocios terrenales. Nada engendra tanto la ignorancia de sí mismo, como el apego a las cosas seculares, como la ignorancia de sí mismo, porque una cosa depende de la otra. Como a quien ama la gloria que de los demás proviene y tiene por grandes las cosas presentes, aunque mil veces lo intente no se le concede el desconocerse a sí mismo, así quien a sí mismo se desprecia fácilmente se conoce a sí mismo. Y una vez que se conozca, se encaminará a conquistar todas las demás virtudes. Pues bien: para que logremos esta hermosa ciencia, librémosnos de todas las cosas perecederas que encienden tan grande llama; y teniendo conocida nuestra vileza, practiquemos toda humildad y toda virtud, para que consigamos los bienes presentes y también los futuros, por gracia y misericordia de nuestro Señor Jesucristo, a quien, con el Padre, sea el honor, la gloria y el poder, juntamente con el bueno y vivificante Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.

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