miércoles, 26 de agosto de 2009

Homilías acerca del Evangelio según San Mateo, X

HOMILÍA XVIII

Oísteis que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al malvado; y si alguno te abofetea en la mejilla derecha, dale también la otra; y al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, dale también el manto. (Mt 5,38-40).

¿VES CÓMO, cuando te ordenaba extraer tu ojo si te escandalizaba, no hablaba del ojo material, sino de quien unido a nosotros con la amistad, nos hace daño espiritualmente y nos arroja al abismo de la ruina? En verdad, el Señor que tamaña hipérbole usa en este pasaje, y no nos permite ni arrancar el ojo de quien nos ha arrancado el nuestro ¿cómo podía sancionar que personalmente nos arrancáramos los ojos?

Y si alguno acusa a la Ley Antigua porque ordenaba en tal forma vengarse, me parece que ignora la sabiduría que a un Legislador absoluto conviene, lo mismo que las circunstancias de los tiempos y la utilidad que de la suavidad se sigue. Si pensaras qué clase de gente era la que tenía que oír eso y en qué estado de ánimo se encontraba y en qué ocasión recibió semejantes ordenanzas, alabarías grandemente la sabiduría del Legislador y verías cómo es uno y el mismo el autor de aquellas antiguas leyes y de estas nuevas, y cómo las prescribió con grande provecho y a su tiempo oportuno. Si allá a los comienzos hubiera dado leyes tan altas y sublimes, los oyentes no habrían aceptado ni las unas ni las otras. En cambio, por haber establecido ambas en su oportunidad, mediante ambas enseñó al orbe todo.

Por otra parte, no estableció que mutuamente nos saquemos los ojos, sino al revés: que nos abstengamos de hacerlo. La amenaza de la venganza que se debía tomar, reprimió el ímpetu del ánimo dispuesto a injuriar. De este modo, poco a poco, va inculcando grandes virtudes, al ordenar al ofendido que tome venganza igual a la ofensa. A la verdad, mayor castigo merecía el que se adelantara en acometer semejantes crímenes, como lo exige la ley de la justicia. Pero quería el legislador templar la justicia mediante la benignidad, y así condena al que tiene un crimen mayor a un castigo menor; y de paso nos enseña a tener gran moderación cuando algo padecemos.

Una vez que hubo presentado y leído entera la Antigua Ley, enseguida demostró que quien tal cosa hubiere hecho no es un hermano, sino un perverso; y por esto añadió: Pero yo os digo que no resistáis al perverso. No ordenó que no resistiéramos al hermano, sino al perverso, indicando de este modo que semejante crimen lo había cometido a instigación del Perverso. Al mismo tiempo quitaba y arrancaba gran parte de la ira que hubiéramos concebido contra quien semejante injuria nos hubiera hecho, con echar la culpa de ella al otro Malo.

Preguntarás: ¿entonces debemos resistir al Perverso? ¡Sí, debemos! Pero no de aquel modo, sino del que Cristo nos ordena. Es decir, estando preparados a soportar las injurias, pues por este camino lo vencerás. No se apaga el fuego con fuego, sino con agua. Y para que veas que aun en el Antiguo Testamento, quien sufría era quien llevaba la victoria y era coronado, examina los casos y encontrarás que fue siempre el preferido. Porque se ve que quien fue el primero en arrancar el ojo al otro, en realidad arrancó dos ojos: el del prójimo y el propio. Con razón, pues, todos aborrecen a ese tal y se le persigue y abundantemente se le acusa.

En cambio, el ofendido, aparte de que es vengado con una pena igual impuesta al ofensor, se encuentra con que no ha hecho mal al otro. Por lo cual razonablemente encuentra muchos que lo compadezcan, como a hombre sin culpa, aun cuando de hecho se hubiere seguido la venganza. De modo que en último resultado, en ambos es igual la desgracia, pero no lo es la gloria ni ante Dios ni ante los hombres. Y por tal motivo tampoco la calamidad para adelante es la misma. Por eso dijo Cristo al principio: Quien sin motivo se irrita contra su hermano y lo llama fatuo, será reo del fuego de la gehenna. Pero en este pasaje exige mayor virtud aún. Porque no sólo manda que quien tal injuria recibe permanezca quieto, sino que incluso se adelante a quien lo hiere en los buenos servicios, presentándole la otra mejilla. Claro está que lo dice no únicamente por este caso, sino dando una ley universal y enseñándonos el comportamiento semejante para las demás ocasiones.

Así como cuando dice: el que llama a su hermano fatuo será reo del fuego de la gehenna, no se refiere exclusivamente a la palabra misma, sino a todo género de injurias, así aquí legisla no únicamente para que si se nos abofetea llevemos con mansedumbre la injuria, sino para que no nos turbemos cuando suframos otra injuria cualquiera. Por esto escogió de la Antigua Ley lo que parece ser extremo en las injurias, y en la Nueva Ley lo que todos consideraban como lo más injurioso, que son las bofetadas. Y legisló así teniendo en cuenta a la vez al que golpea y al herido. Armado con esta virtud y doctrina, el herido no pensará haber sufrido nada grave, pues eso no tendrá sentido alguno de injuria; y así se habrá como quien está en un certamen y no como simplemente herido. Y el injuriante, avergonzado, no repetirá el golpe aun cuando sea más feroz que una bestia salvaje; y aun se acusará a sí mismo por el golpe primero.

Nada hay que tanto reprima a los que golpean, como la mansedumbre de los golpeados. De manera que el golpeado no solamente contiene el ímpetu del que golpea para que no pase adelante, sino que de hecho lo hace arrepentirse, y que, admirado de la moderación del otro, se aparte. Y aun hace a veces de los enemigos, amigos y aun familiares y servidores. Por el contrario, la venganza tomada, produce los efectos al revés: cubre de oprobio a ambos contendientes y los vuelve peores y más les. excita la llama de la ira y con frecuencia, yendo adelante el daño, se llega hasta el asesinato.

Por tal motivo, ordena Cristo que no se irrite el golpeado.* sino que aun llene las ansias del que lo hiere, para que no parezca que ha recibido contra su voluntad el golpe primero. De este modo hiere al impudente con una herida más ejecutiva que si con la espada lo hiriera y lo hace más moderado.

Y al que quiera litigar contigo y quitarle la túnica, déjale también el manto. Quiere Cristo que no sólo en referencia a los golpes, sino también a los dineros, se demuestre semejante mansedumbre. Por lo mismo, usa de nuevo de una hipérbole semejante a la anterior. Ahí ordena vencer padeciendo; aquí cediendo aún más allá de lo que el ladrón esperaba. Ni lo dijo así simplemente, sino puso un aditamento. No dijo da el manto a quien te lo pida; sino: Al que quisiere litigar contigo. Es decir,. al que te arrastre a los tribunales y te cause molestias. Así como antes, habiendo dicho: no llames fatuo a tu hermano, no. te irrites neciamente, luego exigió algo más ordenando presentar la otra mejilla, así aquí, tras de haber dicho: Ponte deacuerdo con tu adversario, añadió enseguida algo más grave. Porque no ordena solamente que al ladrón se le dé lo que nos. quiere quitar, sino que se le muestre una liberalidad mayor.

Preguntarás: pero entonces ¿tengo que andar desnudo? Jamás andaríamos desnudos si tal precepto cumpliéramos. Al revés, andaríamos con mayor cantidad de vestidos que muchos otros. En primer lugar porque nadie, en semejante disposición de ánimo, nos acometería. En segundo lugar, si alguien hubiera tan feroz e inhumano que así nos acometiera, y que a tales términos llegara, se encontrarían muchos otros que a un hombre de tan altísima virtud lo cubrieran no digo ya con vestidos, sino, si fuera posible, desnudándose de su propia carne.

1803 Pero aun en el caso de que por ejercitar semejante virtud tuviéramos que andar desnudos, no sería eso nada vergonzoso. Desnudo anduvo Adán en el paraíso, y no se avergonzaba. Isaías,, aun desnudo y descalzo, era entre los judíos el más esclarecido. José, cuando se le arrebató el manto, entonces resplandeció sobre todos. Porque andar por tal motivo desnudo, no es malo; sino el andar vestido como ahora es lo usado, con telas de grandísimo precio. Esto sí que es vergonzoso y ridículo. Por esto a los que he mencionado, Dios los alabó, mientras que a los otros por boca de los profetas y apóstoles con frecuencia los reprendió.

No pensemos, pues, que los preceptos son imposibles. Son, por el contrario, útiles y grandemente fáciles, con tal de que estemos alertas; y acarrean grandes ventajas, tales que no sólo a nosotros mismos aprovechan, sino aun a quienes nos hieren, en gran manera. Y lo más excelente que tienen es que, al ordenarnos que soportemos los males, por el mismo caso enseñan la virtud a quienes nos dañan. Juzga el ladrón que es grande bien el apoderarse de lo ajeno. Tú en cambio le demuestras que estás dispuesto a darle aun lo que no pide: a su pequenez y a su rapacidad contrapones tu presteza y tu virtud. Considera cuan grande enseñanza tomará de aquí, adoctrinado no con palabras, sino con obras a despreciar la maldad y alcanzar la virtud. Dios quiere que no seamos útiles únicamente para nosotros sino también para los prójimos.

Si pues cedes y no entras en contienda ni en juicio, has logrado una utilidad particular para ti; pero si añades un don al que te roba, lo haces mejor en la virtud. Semejante es la sal, pues quiere el Señor que a ella sean semejantes sus discípulos: se conserva a sí misma y conserva de la corrupción las otras substancias con las que se mezcla. Semejante es el ojo: ve para Á y para los demás. Y pues Cristo te ha puesto como ojo y como sal, ilumina tú al que yace en tinieblas y demuéstrale que ni primero al robarte te hizo violencia ni en absoluto después se te siguió daño alguno. De este modo te tornas esclarecido y más respetado, al demostrar que diste y no que perdiste porque te robaron. Haz, en consecuencia, por tu mansedumbre que el pencado del que te roba se convierta en honra tuya.

Quizá pienses ser eso ya cosa grande. Pero espera un poco y verás con claridad que aun así no has llegado a la cumbre de la perfección. Quien puso las leyes del pecador, no se detuvo aquí, sino que avanzó más y dijo: Si alguno te requisare para una milla, vete con él dos. ¿Has observado la excelencia de la doctrina? Si tras de haberte despojado tu adversario de la túnica y del manto que le cediste, todavía quisiera él usar de tus fuerzas corporales, así desnudo, para soportar el trabajo y la miseria, ni aun en este caso, dice Cristo, conviene impedirlo. Porque es deseo de Jesús que todo lo poseamos en común, así las fuerzas corporales como el dinero; y que todo lo comuniquemos con los pobres y con los que sufren injurias. A esto segundo .ayudan las fuerzas; a lo primero la longanimidad.

Por esto dice: Si alguno te requisare para una milla, vete con ¿I dos, con lo que te eleva a más alta virtud y te ordena demostrar la misma liberalidad. Si lo que al principio disponía, siendo cosas de menor virtud, tan grandes bienaventuranzas contienen, considera cuánto mayores bienes esperan a quienes pongan en práctica estos actos de mayores virtudes, y cuan brillantes llegarán a ser, aun antes del premio; puesto que muestran en un cuerpo pasible y humano, una completa impasibilidad. No conmoviéndose ni afligiéndose con las calumnias, los golpes, el robo de los bienes, ni con otra cosa alguna, y cediendo y haciéndose más fuertes con los mismos padecimientos, piensa cuan perfecta llegará a ser la virtud de su alma. Tal es el motivo de que en este caso ordene el mismo comportamiento que en el de los golpes y los dineros.

Como si dijera: ¿Para qué hablo de injurias y dineros? Si tu adversario quiere fatigarte en el trabajo en tu mismo cuerpo y esto haciéndote injusticia, véncelo también ahora y sobreponte a su perversa codicia. Porque eso significa requisar. Es llevarse algo sin permiso y violentar sin razón alguna. Pues prepárate también para esto: para sufrir más aún de lo que él exigirte quiera.

Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien te pide algo prestado. Este precepto ordena algo menor que los otros. Pero no te admires. Pues así suele Cristo hacer, mezclando lo pequeño con lo grande. Pero si estas cosas son pequeñas, oigan los que roban lo ajeno y los que derrochan en las meretrices y se preparan un doble castigo en el fuego, tanto por esas ideas pecaminosas, como por esos gastos dañosos. Y no habla aquí de la usura, sino que llama a ese préstamo, uso simple; que es lo mismo que en otra parte procura, cuando afirma que debemos dar a aquellos de quienes no esperamos recompensa.

Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llueve sobre justos e injustos. Observa cómo puso el remate de todos los bienes. Por esto enseñó a llevar con paciencia a quienes nos abofetean e incluso a presentarles la otra mejilla; y no sólo añadir el manto a la túnica, sino a ir por dos millas más con quien nos ha requisado para una, a fin de que luego con mayor facilidad aceptaras lo que era superior a tales preceptos. O sea que quien esto cumpla juntamente no tenga enemigos. Pues bien: hay algo más perfecto aún. Porque no dice: No aborrezcas, sino ama. No dijo: No dañes, sino haz beneficios.

Si alguno cuidadosamente examina, encontrará un aditamento mayor con mucho que esto. Porque ahora no manda únicamente amarlos, sino rogar por ellos.

1804 ¿Observas a qué grades ha subido y cómo nos ha llevado hasta la cumbre misma de la virtud? Quiero que lo medites, enumerándolos desde eí principio. El primer grado es no injuriar. El segundo, cuando se nos injuria, no vengarnos a nuestra vez. El tercero, no aplicar al que nos hiere el mismo castigo con que nos hiere, sino tener mansedumbre. El cuarto, ofrecerse de buena voluntad a sufrir injurias. El quinto, ofrecer al que nos injuria mucho más de lo que él nos exige. El sexto, no odiar a quien nos hace semejante injusticia. El séptimo, incluso amarlo. El octavo, además hacerle beneficios. Finalmente, el noveno, rogar a Dios por él.

¿Ves la cumbre de la virtud? Por esto su reino es espléndido. El precepto era difícil y necesitaba un ánimo generoso y muy diligente, por lo cual le señaló un premio tal como no lo había hecho con los anteriores preceptos. No trae aquí a la memoria la tierra, como al tratar de los mansos; ni la consolación y misericordia, como al tratar de los que lloran y se compadecen; ni el reino de los cielos; sino que, lo que es en sumo grado admirable, dice que serán semejantes a Dios, en cuanto los hombres pueden ser semejantes a Dios. Porque dice: Para que seáis semejantes a vuestro Padre que está en los cielos. Debes advertir cómo ni aquí ni en lo anterior llama suyo al Padre. Cuando trató de los juramentos habló de Dios y del gran reino; pero aquí habla del Padre de los oyentes. Pues bien: lo hace atendiendo a la oportunidad de los tiempos y guardando para ella tales modos de hablar. Luego avanza y declara y explica la semejanza que dejó apenas indicada, diciendo: el cual hace nacer su sol sobre buenos y malos y llueve sobre justos y pecadores. De manera que, dice, no aborrece, sino incluso hace beneficios a quienes lo injurian. Aunque, a decir verdad, no hay en esto igualdad alguna, no sólo respecto de la magnitud de los beneficios sino también en la dignidad altísima. Tú eres despreciado por un consiervo; El por un siervo a quien ha colmado de infinitos beneficios. Tú, cuando oras por el consiervo ofreces palabras; pero El da cosas mucho más grandes y admirables: desde luego, la luz del sol y las lluvias anuas. Pero aún así, parece decir, te concedo que seas igual a Dios, en cuanto el hombre puede serlo.

No odies, pues, al hombre que te hace mal, pues con esto te alcanza bienes innumerables y a tan alto honor te eleva. No maldigas a quien te hace mal, pues de lo contrario sufrirás y al mismo tiempo quedarás privado del fruto: soportarás el daño y perderás el premio, cosa que será el colmo de la locura: es a saber, que habiendo soportado lo que es más, no suframos lo que es menos. Dirás que ¿cómo es eso? Viendo a Dios hecho hombre y que en tal manera se ha abajado y tan terribles padecimientos ha soportado por ti ¿todavía preguntas y dudas de cómo puedes perdonar las injurias de tu consiervo? ¿No lo escuchas cuando en la cruz dice: Perdónalos porque no saben lo que hacen?-¿No oyes a Pablo que dice: El que resucitó, el que está a la derecha ruega por nosotros? 2 ¿No ves que después de la cruz y de la Ascensión envió sus apóstoles a los judíos que lo habían crucificado, para que les llevaran infinitos bienes, y esto a sabiendas de que los apóstoles iban a sufrir de su parte males sin cuento?

¿Alegarás ser ya mucho lo que has sufrido? ¿Es acaso que tú ya soportaste todo cuanto padeció tu Señor, que fue atado, abofeteado, azotado, escupido por sus siervos, muerto, y muerto con la muerte más ignominiosa de todas las muertes y todo tras de haberles hecho tan inmensos beneficios? Entonces si tus enemigos muy mucho te han ofendido, cólmalos de beneficios para tejerte una brillante corona y librar a tus hermanos de su gravísima enfermedad. Los médicos cuando son acometidos por algún enfermo furioso a puntapiés e injurias, entonces sobre todo se duelen y se disponen a devolverles la salud, sabiendo que las injurias son fruto de la violencia misma de la enfermedad.

Piensa tú lo mismo acerca de los que te asedian, y procede con esos enfermos de la misma manera; porque enfermos son precisamente esos a quienes oprime y sufren la dicha enfermedad. Libra a tu enfermo de su mal gravísimo y procura que se alivie de su ira: arrebátalo de ese demonio cruel. Cuando contemplamos a un poseso, lloramos y procuramos no quedar también nosotros poseídos del demonio. Esto es lo que debemos hacer con los airados, puesto que los tales son como los posesos y aún más miserables, ya que están locos teniendo sus sentidos cabales. Y esta es una de las razones por las que su locura no merece perdón.

No hundas más al caído, sino al revés: compadécelo. Si vemos a alguno con la bilis conmovida y con vértigos y que se apresura a vomitar aquel mal humor, le ayudamos, lo sostenemos, aun cuando nos manche el manto no cuidamos de esto; lo único que nos preocupa es librarlo de semejante angustia. Pues bien, procedamos lo mismo con los irritados: sostengámoslos mientras vomitan y se agitan y no los abandonemos hasta que hayan arrojado toda la bilis. Cuando estén ya en paz, te quedarán sumamente agradecidos y verán con claridad de qué tremenda perturbación los habéis liberado.

Mas ¿qué digo? ¿que te darán las gracias? Dios al punto te coronará y te pagará con bienes infinitos, porque has librado a tu hermano de grave enfermedad; y el mismo a quien has liberado te dará las gracias y te honrará como a señor y reverenciará tu moderación. ¿ No has visto cómo las mujeres en punto de parto muerden a las más cercanas y sin embargo éstas no lo toman a injuria? Cierto que se duelen, pero con fortaleza lo soportan y se mueven a misericordia con la paciente destrozada por el dolor. Imítalas y no seas más cobarde que las mujeres. Cuando esas mujeres de que hablamos (pues al fin y al cabo los airados están más dispuestos a la riña que las dichas mujeres), hayan por fin dado a luz, verán que tú eres todo un hombre.

Si tales preceptos te parecen pesados, piensa que para esto vino Cristo: para metérnoslos en el alma y hacernos útiles a amigos y enemigos. Por lo cual nos ordena cuidar de unos y de otros: de los hermanos cuando dice: si ofreces tu don; de los enemigos, cuando puso ley de que los ames y ores por ellos. Niños exhorta a ello únicamente con el ejemplo de Dios, sino también por los resultados de proceder al contrario, pues dice el Señor: Si amáis a los que os aman ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen esto también los publícanos? Y lo mismo Pablo: Aún no habéis resistido hasta la sangre en vuestra lucha contra el pecado? De manera que si así procedes como decíamos, estarás con Dios; si no, con los publícanos. ¿Ves cómo la grandeza del precepto es tanta cuanta es la diferencia de las personas?

No pensemos, pues, que el precepto es difícil, sino pongamos el pensamiento en el premio, y consideremos a quién nos asemejamos si procedemos correctamente, y a quiénes nos parecemos si lo traspasamos. Ordenó Cristo reconciliarse con el hermano y no alejarse hasta haber extinguido las enemistades. Hablando así en general de todos, no nos sujetó a una necesidad que esté sobre nuestras fuerzas, sino únicamente exige lo que está de nuestra parte; y así nos facilita la ley. Y pues dijo: persiguieron a los profetas que existieron antes que vosotros, con el objeto de que no se irritaran contra ellos por haber perseguido, les ordena que aun obrando los perseguidores como obraron, no solamente se les tolere, sino que los amen.

¿Observas cómo arranca de raíz la ira y la concupiscencia, ya de los cuerpos, ya de las riquezas, ya de la gloria y de cualquiera otra cosa de la vida presente? Lo hizo así desde el principio del discurso, pero mucho lo hace ahora. Porque quien es pobre, quien es manso, quien llora, en absoluto está muy lejos de la ira. El que es justo y misericordioso, excluye de sí toda codicia de riquezas; quien es limpio de corazón está libre de la concupiscencia de la carne; quien padece persecución y sufre las injurias, aun cuando se hable mal de él, sabe despreciar todas esas cosas presentes y queda libre del fausto y de la vanagloria.

Una vez libre el oyente de semejantes lazos y dispuesto para la batalla, de nuevo y con mayor esfuerzo arranca de raíz semejantes vicios. Comenzando por la ira, y rotos ya los nervios y fuerzas de esta pasión, tan luego como dijo: Quien se aira cotí' tra su hermano y lo llama fatuo y quien le dice raca sea castigado; y tras de haber añadido que quien ofrece su ofrenda no se acerque al altar antes de que borre las enemistades, y que quien tenga un adversario, antes de que éste lo lleve ante los tribunales enemigos se lo haga amigo, vuelve de nuevo a tratar de la concupiscencia de la carne.

Y ¿qué es lo que dice? Que quien ve con ojos impúdicos, sea castigado como adúltero; y que quien reciba daño de una mujer impúdica o ella de un varón o de cualquier otro que le esté unido con lazos de amistad o parentesco, a todos esos échelos de sí en absoluto; y que quien está unido a su mujer por el matrimonio jamás la dimita; y que no se fije en otra. Por todos esos medios arranca de raíz las malas concupiscencias. Enseguida reprime la codicia de dineros ordenando que no se jure ni se mienta ni se retenga la túnica con que se viste; y aun ofrece al ladrón el manto y el servicio personal de las fuerzas corporales. Quita así toda codicia de riquezas.

Finalmente, y tras de todo esto, como corona rica y remate de los preceptos, añade: Orad por los que os calumnian, llevando así al oyente hasta la cumbre suprema de la virtud. Así como el tolerar las bofetadas es más que el simple ser manso; y es más excelente dar el manto tras de la túnica, que el sólo ser misericordioso; y el padecer injurias, más que el ser justo; y el soportar las bofetadas más que ser pacífico, así el bendecir a los que nos persiguen es más perfecto que el solo padecer persecución. ¿Ves cómo poco a poco nos va conduciendo al ábside mismo de los cielos?

Pues ¿ de qué castigo no seremos dignos los que mandados poner todo empeño en imitar a Dios, quizá ni siquiera somos iguales a los publícanos? Porque si el amar a los que nos aman es cosa propia de publícanos y pecadores y gentiles, cuando ni eso hacemos (porque en realidad no lo hacemos mientras envidiamos a nuestros hermanos cuando los colman de alabanzas) ¿qué castigo no sufriremos pues mandados superar a los escribas, aun a los gentiles somos inferiores? Pregunto: ¿cómo veremos el reino celestial? ¿cómo podremos llegar hasta el vestíbulo, no siendo mejores que los publícanos? Porque esto dejó entender Cristo con aquellas palabras: (Acaso no hacen esto mismo los publícanos?

Y esto sobre todo es admirable en su doctrina: que siendo así que en todas partes pone con sobreabundancia premios para los certámenes, como es el ver a Dios, recibir la herencia del reino de los cielos, hacerse hijos de Dios, ser semejantes a él, alcanzar mayor misericordia, recibir consolación, tener en el cielo preparada una gran recompensa, en cambio, cuando se ha de hacer mención de cosas tristes, entonces lo hace muy brevemente; de manera que en todos sus discursos solamente una vez nombra la gehenna. En los demás, enmienda al oyente en forma más suave y como exhortando más bien que amenazando, como aquí cuando dice: ¿No hacen esto también los publica-nos? Y también: Si la sal se desvirtúa. Y además: Será el menor en el reino de los cielos. Se da también el caso de que al indicar la pena merecida por los pecados, se deje al oyente sobreentender lo grave del suplicio, como cuando dice: Ya ha adulterado en su corazón; y quien dimite a su esposa la pone en peligro de adulterio; y ahí en donde dice: Lo que pasa de esto, proviene del Malo. Es que para quienes tienen entendimiento la sola grandeza del pecado basta para la enmienda, en lugar de mencionarles el castigo.

Tal es la razón de que en este pasaje traiga a colación a los gentiles y publícanos, avergonzando al oyente mediante la condición de las personas a que alule. Lo mismo hace Pablo diciendo: No os aflijáis como los demás que no tienen fe; y también: como los gentiles que no conocen a DiosA Y declarando luego que no pide nada que sea excelentísimo, sino únicamente un poco más de lo acostumbrado, dice: ¿Acaso no hacen esto mismo los gentiles? Pero no terminó con esto, sino que acabó volviéndose a los premios y a la buena esperanza: Sed pues perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial. Y con frecuencia interpone el nombre de los cielos, para levantar, con el nombre mismo, los pensamientos y afectos de los oyentes; ya que por entonces eran aún un tanto débiles y faltos de inteligencia.

Meditando con frecuencia todo lo dicho, demostremos una gran caridad con los enemigos y acabemos de una vez con esa ridicula costumbre que tienen quienes son menos razonables; puesto que aguardan a que los saluden aquellos con quienes se topan; y en cambio descuidan hacer lo que mayor bienaventuranza produce, mientras van exigiendo una ridiculez. ¿Por qué no te adelantas a saludar? Dirás que porque al otro le toca adelantarse. Pues precisamente por esto convendría que tú te adelantaras, para que así te llevaras la corona. Insistirás diciendo que no lo haces porque eso era exactamente lo que el otro quería. Pero ¿hay cosa peor que semejante locura? Instarás aún: es que aquél lo hace para humillarme y darme ocasión de premio, pero yo no quiero aceptar semejantes ocasiones. Pues bien: si él se adelanta a saludarte, no tendrás ya premio al devolverle el saludo. Pero si te adelantas, le doblegas su soberbia y recoges gran fruto de su misma arrogancia.

Entonces ¿cómo no ha de ser el extremo de la locura el que pudiendo con las simples palabras obtener tan grande fruto, lo perdamos y al mismo tiempo que reprendemos al otro caemos en el mismo defecto? Si culpas al otro de que anda esperando que otros lo saluden primero ¿por qué tú imitas lo mismo que en él reprochas? ¿por qué emulas como bueno lo que reprochas en el otro como malo? ¿Ves cómo nada hay más necio que un hombre que vive en la maldad? Por lo mismo, os ruego huir de tamaña maldad y tan ridicula costumbre. Semejante vicio ha destruido muchas amistades y da origen a muchas enemistades. Adelantémosnos a saludar a los otros.

Pues se nos manda tolerar a quienes nos abofetean, emprender un camino cuando somos requisados, dejar que los enemigos nos arrebaten los vestidos ¿de qué perdón seríamos dignos si en cosas tan simples como el saludo fuéramos querellosos? Alegarás : ¡Es que si en esto cedemos, nos despreciará y nos escupirá! Y para que un hombre no te desprecie ¿tú ofendes a Dios? Para que no te desprecie un consiervo loco ¿ofendes a Dios que te ha colmado de beneficios? Si es cosa absurda que te desprecie uno que es tu igual ¿no es mucho más que tú desprecies a Dios que te crió? Quisiera yo que meditaras cómo tu hermano cuando te desprecia, precisamente te logra una mayor recompensa, puesto que tú lo sufres por Dios y por obedecer a su ley. Y esto ¿de qué honores no es digno, de qué diademas?

¡Acontézcame ser injuriado y despreciado por Dios, antes que ser honrado por todos los reyes, pues nada, nada hay que se iguale a honor semejante! Busquemos este honor, como Cristo nos lo manda, y despreciemos los humanos honores. Ordenemos nuestra vida conforme a toda virtud. Logremos ya desde esta vida la corona y sus frutos viviendo como ángeles entre los hombres y recorriendo la tierra a la manera de las angélicas Potestades, libres de toda codicia, libres de toda perturbación. Lograremos así los bienes inefables juntamente con ellas. Ojalá a todos nos acontezca alcanzarlos por gracia y benignidad del Señor nuestro Jesucristo, al cual sea la gloria, el imperio y la adoración, juntamente con el Padre eterno y sin principio y con el Santo y buen Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén


HOMILÍA XIX

Estad atentos a no hacer vuestras limosnas delante de los hombres para que os vean. (Mt 6,1)

DESARRAIGA por Cristo la más tiránica de todas las enfermedades. Me refiero a la rabiosa locura y furor de la vanagloria, que aun a los justos acomete. Al principio del discurso nada dijo de ella Cristo. Habría sido en vano antes de persuadir a los oyentes a que se entreguen a las buenas obras enseñarles cómo las habían de hacer y trabajar en ellas. Pero una vez que ya los instruyó en la virtud, ahora empieza y se esfuerza por extirpar la enfermedad que suele subintroducirse y dañarla. Porque esta peste no se engendra así como quiera, sino una vez que hemos cumplido egregiamente en muchas cosas con los preceptos. Se hacía, pues, necesario primeramente injertar en el ánimo la virtud, para luego arrancar esa afección del alma que le echa a perder su fruto espiritual.

Advierte por dónde comienza: por la oración, el ayuno y la limosna. Sobre todo en estas buenas obras suele andar. De aquí se hinchaba el fariseo aquel que decía: Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todo lo que poseo.l En la oración misma se llenaba de vanagloria y oraba por ostentación. Y por no haber ahí otros, hacía referencia al publicano y decía: No soy como los demás hombres, ni como este publicano.

Advierte cómo el Salvador da principio como si tratara de una fiera astuta y difícil de cazar; y tal que puede atrapar a

quien no esté muy vigilante. Porque dice: Estad atentos a no hacer. Lo mismo decía Pablo a los filipenses: ¡Ojo a los perros! 2 Es fiera que ocultamente se introduce y todo lo llena, y sin ruido arrebata cuanto hay dentro en el interior, sin que el paciente lo sienta. Pues había Cristo disertado largamente acerca de la limosna y traído al medio a Dios que hace salir su sol sobre buenos y malos; y había declarado ser esclarecidos los generosos en dar, y por todos los medios había exhortado a la limosna, finalmente ahora escombra el campo de cuanto puede dañar este olivo. Por esta razón dice: Estad atentos a no hacer vuestra limosna delante de los hombres. Es que la limosna de que trató antes, es limosna de Dios.

Una vez que dijo: No la hagáis delante de los hombres, añadió: para que os vean. A primera vista, parecería que esto ya estaba dicho. Pero si cuidadosamente se considera, no es lo mismo. Una clase de limosna es ésta y otra clase es aquélla. Y hay en esto mucha precaución, muy alta providencia y perdón. Puesto que puede, quien hace limosnas delante de los hombres, hacerla no para ser visto; y también puede, quien la hace en oculto, hacerla para ser visto. Por tal motivo Cristo no premia ni castiga la obra sencilla, sino la voluntad del que la hace. Si no hubiera Cristo usado de esta distinción cuidadosa, habría entorpecido a muchos en el ejercicio de dar limosna, ya que esto no siempre se puede hacer a ocultas. Pues bien: para librarte de esa confusión, señala el premio y el castigo y los adjudica no a la finalidad de la obra en si misma, sino al propósito de la voluntad.

Ni vayas a decir: ¿qué me interesa a mí que otros me vean? Dice Cristo: no es eso lo que yo examino, sino tu intención y el modo con que haces la obra. Trata él de plasmar tu alma y librarla de toda enfermedad. Por eso, una vez que decretó que no se haga por vana ostentación y advirtió el daño resultante si se procede sin reflexión y a la ventura, enseguida levanta los ánimos de los oyentes, recordándoles al Padre y el cielo, para no conmoverlos únicamente con los daños; y al mismo tiempo los reprime con la memoria del Padre. Pues dice: No tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos. Y no se detiene aquí, sino que pasa adelante y más profundamente inculca el odio a este vicio de la vanagloria.

Así como antes mencionó a los publícanos y gentiles con el objeto de avergonzar mediante la comparación en la condición de las personas, a quienes imitaban, del mismo modo aquí recuerda a los hombres hipócritas.

Dice, pues: Cuando hagas limosna no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas. No dice esto porque aquéllos tuvieran trompetas; sino que, para dar a entender su extrema locura, los burla mediante esta metáfora y los pone de manifiesto. Justamente los llama hipócritas, pues la limosna les servía de capuchón y larva, mientras que su pensamiento maquinaba barbaridades y crueldades. Porque no lo hacían porque tuvieran compasión con los pobres, sino para gozarse ellos y ser glorificados. Y es cosa llena de crueldad eso de que mientras uno perece de hambre, ande el otro captando honores y no trate de aliviar la pobreza. En conclusión, que la verdadera limosna no consiste en dar, sino en dar como conviene y con el fin de aliviar la miseria.

Habiéndose ya suficientemente burlado de los hipócritas y habiéndolos ya desenmascarado, para avergonzar a los oyentes, luego corrigió la intención de quienes andaban enfermos de semejante vicio; y tras de haberles declarado cómo no debe hacerse la limosna, pasó a decir el modo como debe hacerse. ¿Cuál es? No sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Tampoco aquí habla de la mano material, sino que esto lo dice por metáfora y hablando con hipérbole. Como si dijera: si fuera posible que tú mismo lo ignoraras, lo habías de procurar. Si fuera posible, al dar la limosna aun las manos debían ocultarse. No se entiende esto, como algunos creen, en el sentido de que la limosna haya de ocultarse a los malvados solamente, pues Cristo ordenó que se ocultara a todos.

Considera, por otra parte, cuan grande es la recompensa. Tras, de decretar la pena, muestra ahora la honra que se ha de alcanzar, empujando por ambos medios a los oyentes y llevándolos a la más sublime doctrina. Porque aquí les enseña a conocer que Dios está presente en todas partes y que nuestros asuntos no están circunscritos a los límites de la vida presente, sino que nos aguardan más terribles tribunales y que tenemos que dar cuenta de todos nuestros actos, de donde se nos derivarán honores o castigos; y que ninguna obra grande ni chica quedará oculta, aun cuando así lo parezca a los hombres.

Todo esto dejó entender cuando dijo: Tu Padre que ve en lo oculto te premiará públicamente. Grande y honroso teatro le pone delante Cristo, en donde le dará con abundancia lo que desea. Ahí le dirá: ¿qué es lo que deseas? ¿no es por cierto, tener cantidad grande de espectadores? Aquí los tienes. Y no únicamente a los ángeles y arcángeles, sino al Dios de todos. Y si anhelas tener como espectadores a los hombres, ni aun este deseo quedará infructuoso a su debido tiempo: más aún, se te concederá con mayores multitudes. Por ahora, si te haces ver, será de diez, de veinte, de cien hombres solamente. Pero si procuras ocultarte, en aquel día Dios mismo te proclamará estando presente el orbe entero.

Por otra parte, quienes ahora te vean, te condenarán como ambicioso de vanagloria; pero allá cuando te vean coronado, no sólo no te condenarán, sino que todos te admirarán. Si pues está la recompensa preparada y serás objeto de admiración, con tal de que esperes un poco de tiempo, piensa cuan gravísima necedad sería perder juntamente ambas cosas, cuando el premio se exige de Dios, y los hombres todos en la presencia de Dios son convocados como espectadores de tus buenas obras. Si queremos ostentarnos, conviene ante todo ostentarnos ante el Padre: sobre todo porque el Padre es señor de castigos y premios.

A la verdad, aun cuando semejante vicio ningún daño trajera consigo, en modo alguno convendría que quien codicia la gloria abandonara ese teatro celeste para anhelar acá el humano teatro. ¿Quién hay tan infeliz que, mientras el rey se apresura a contemplar el cuadro de sus buenas obras, él, abandonando al rey. se procure un auditorio de pobres y mendigos? Por esto ordena no sólo que no nos demos a la ostentación, sino que procuremos ocultarnos. Porque es cosa distinta no tener deseos de ostentarse y francamente buscar el ocultamiento y la sombra.

Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para ser vistos de los hombres. En verdad os digo: ya recibieron su recompensa. Tú, cuando orares, entra en tu cámara y cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto. También a éstos los llama hipócritas y con razón; porque simulando que oran a Dios, están mirando en torno a los hombres, no con el hábito de suplicantes, sino de ridículos. Puesto que quien se prepara a suplicar, dejando a un lado a todos los demás, sólo clava la

vista en aquel que puede concederle lo que pide. Si a éste lo abandonas y andas al rededor dando vueltas y mirando a todas partes, saldrás con las manos vacías. Pero en verdad, tú te lo quisiste.

Por eso no dijo que tales hombres tendrían premio, sino que ya lo han recibido; es decir, lo recibirán, pero será de aquellos de quienes lo anhelaban. No era eso lo que Dios quería, sino darles su propia recompensa. Pero ellos, anhelando el premio de los hombres, no merecen recibir el de aquel por quien nada hicieron. Considera la bondad de Dios, pues nos promete recompensa por las mismas cosas que le pedimos. De manera que, reprendiendo a quienes no cumplen bien con el deber de orar, una vez que por las circunstancias del lugar y de la interior disposición demostró que son dignos de risa en gran manera, finalmente indica el mejor modo para hacer oración, diciendo: Entra en tu cámara.

Preguntarás: entonces ¿no se ha de orar en la iglesia? Sí se ha de orar, pero con la disposición dicha. Dios en todas partes atiende a la finalidad con que se obra. Si entras en tu cámara y cierras sobre ti las puertas, pero lo haces por ostentación, ninguna utilidad te trae. Y observa aquí cuan estricta distinción puso al decir: Para ser visto por los hombres. De modo que aun cuando eches llave a tus puertas, quiere El que, antes de cerrarlas, rectifiques tu intención y lo hagas precisamente para mejor cerrar las puertas de tu mente. Estar libre de la vanagloria siempre es lo más excelente, pero sobre todo cuando oramos. Si aun libres de este vicio, todavía divagamos y andamos con la mente de un lado para otro, entrando con semejante vicio ¿cuándo oiremos nosotros mismos lo que decimos? Y si nosotros, que somos los suplicantes, no lo oímos ¿cómo rogamos a Dios que lo escuche?

Y sin embargo, hay quienes después de tantos y tan apretados mandatos, se portan en la oración tan feamente, que aun cuando con el cuerpo se encuentren ocultos, con las voces se hacen oír de todos, lanzando clamores al modo de los payasos y mostrándose ridículos en la postura y en la voz. ¿No observas cómo aun en la plaza, si alguien así se porta y ruega con clamores, aparta de sí aun a aquel a quien ruega? Pero si está quieto y en postura decente, sobre todo entonces atrae a quien puede socorrerlo. Oremos, pues, no con las posturas del cuerpo ni con gritos y voces, sino con el afecto de la voluntad. No lo hagas con ruidos estrepitosos para no alejar de nosotros a quienes nos están vecinos, sino con plena modestia, con ánimo contrito, con lágrimas interiores.

¿Es que te dueles íntimamente en tu ánimo y no puedes callar? Pero, como dije, es propio de quien de verdad se duele, orar del modo expuesto y así suplicar. Dolíase Moisés, y así oraba y era escuchado. Por lo cual le dijo Dios: ¿Por qué clamas a mí?3 También Anna alcanzó lo que pedía sin que se oyera su voz, porque su corazón era el que clamaba. Y en cuanto a Abel, no sólo sin hablar, sino muerto ya rogaba, y su sangre clamaba más alto que una trompeta. Gime, pues, tú al modo de los santos: ¡no te lo impido! Desgarra tu corazón, como lo ordena el profeta, y no tus vestidosA Invoca a tu Dios de lo íntimo de tu alma, pues dice: De lo profundo clamé a ti Señor. Saca tu voz de lo íntimo de tu corazón y haz que tu oración sea misteriosa y oculta.

¿No has observado cómo en los palacios de los reyes se omite todo tumulto y por todas partes reina un silencio absoluto? Pues tú también, como quien entra en un palacio no terreno, sino mucho más tremendo, como es el celeste, procede con pleno recogimiento. Tratas con los coros de los ángeles; compañero eres de los arcángeles; cantas en unión de los serafines. Y todos estos órdenes angélicos se presentan en plena paz, y entonan con misterioso pavor el cántico sagrado y los himnos del Rey de todos. Únete a ellos cuando oras e imita su comportamiento maravilloso. Porque no ruegas a hombres, sino a Dios presente en todas partes; y que te oye aun antes de que pronuncies las palabras y conoce los secretos de tu corazón.

Si de este modo oras, recibirás grandes mercedes. Porque dice : Tu Padre que ve en lo escondido te recompensará públicamente. Y no dice te dará, sino te pagará. Se constituye deudor tuyo, y por eso que haces te pagará con grandes honores. Por ser El invisible, quiere que también tu oración lo sea. Y tras de esto, pone las palabras mismas con que has de orar. Dice: Cuando

orareis no multipliquéis las palabras como lo hacen los gentiles. Cuando habló de la limosna únicamente condenó la vanagloria, y nada más añadió, ni dijo en dónde convenía hacer limosna: si de lo adquirido con el honorable trabajo y no de las rapiñas ni de la avaricia, porque era cosa clara para sus oyentes. Aparte de que ya lo había condenado al predicar las bienaventuranzas de los que tienen hambre y sed de justicia.

En cambio ahora, al tratar de la oración, añadió algunas co-sillas. O sea que se debe evitar la multitud de las palabras. Así como allá se burló de los hipócritas, así acá de los gentiles; y en ambos casos avergüenza al oyente mostrando la vileza de todas esas personas. Los aparta del vicio comparándolos con hombres abyectos, cosa que de ordinario es la que más escuece y adolora, y a la multitud de palabras llama locuacidad. Tales son, por ejemplo, cuando pedimos a Dios lo que no conviene, como poder, gloria, victoria de nuestros enemigos, riquezas abundantes y todo lo que para nada nos traerá utilidad. Porque dice: El conoce las cosas de que tenéis necesidad.

Enseguida de las muchas oraciones, me parece que prohibe las prolongadas. Prolongadas, digo, no en referencia al tiempo, sino a la multitud y ampulosidad de las palabras. Es necesario perseverar en las mismas peticiones. Pablo dice: Perseverantes en la. oración. Y el mismo Cristo con el ejemplo de la viuda que mediante la constancia en la oración doblegó al juez inmi-sericorde y cruel; y con el ejemplo del amigo que se presenta en altas horas de la noche y levanta del lecho al que ya dormía, no por amistad, sino por perseverancia, nos ordena lo mismo; o sea que conviene asiduamente suplicarle, no con oraciones compuestas de infinitos párrafos, sino con la simple exposición de la necesidad que padecemos. Así lo deja entender con estas palabras: Pues piensan ser escuchados por su mucho hablar.

No os asemejéis a ellos,, pues vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad aun antes de que se las pidáis. No es para que se las notifiques, sino para que lo doblegues, para que con la frecuencia de las súplicas te lo vuelvas familiar, y tú te humilles y te acuerdes de tus pecados. Orad, pues, así: Padre

nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.** Advierte cómo inmediatamente levanta el ánimo del que oye y le recuerda desde el comienzo toda clase de beneficios. Porque quien ha llamado Padre a Dios, con este solo apelativo confiesa la remisión de sus pecados, la condonación del castigo, la justificación, la santificación, la redención, la adopción filial, la herencia, la confraternidad con el Hijo Unigénito, los dones del Espíritu Santo. Porque nadie puede llamar Padre a Dios si no ha alcanzado todos esos bienes.

De manera que levanta el ánimo de dos modos: por la dignidad de aquel a quien llaman Padre y por la grandeza de los beneficios que de El se han recibido. Y cuando dice: en los cielos, no limita a Dios a ese sitio, sino que eleva al suplicante desde la tierra y lo coloca en las altas y superiores moradas. Y nos enseña a hacer nuestra oración común para todos los hermanos. Porque no dice: Padre mío, sino: Padre nuestro, orando así por todo el cuerpo místico, sin atender a los propios provechos, sino siempre a los del prójimo. Con esta expresión suprime las enemistades, reprime las arrogancias, hace a un lado las discordias y envidias; introduce la caridad, madre de todos los bienes; quita las desigualdades de las cosas humanas y declara la gran igualdad de honor que merecen lo mismo los pobres que los reyes: porque en las cosas supremas y necesarias, todos estamos unidos en comunión.

¿Qué daño puede venirnos de los lazos del parentesco terreno cuando estamos todos unidos por un superior parentesco espiritual? ¿cuando ninguno posee más que otro: ni el rico ni el pobre; ni el señor ni el siervo; ni el príncipe ni el subdito; ni el rey ni el soldado; ni el filósofo ni el ignorante; ni el sabio ni el idiota? A todos se les ha dado la misma nobleza, pues Dios se digna ser llamado Padre igualmente por todos. Y una vez

que trajo a la memoria esa dignidad y nobleza y el don de la gracia y la igualdad de honor entre hermanos y la caridad; una vez que levantó a los oyentes de la tierra y los colocó en el cielo, veamos qué fue lo que les ordenó pedir: porque también en sola esta expresión se puede encerrar la doctrina de la perfección. Puesto que quien ha llamado Padre a Dios y Padre común de todos, debe proceder con género de vida tal que no parezca indigno de semejante nobleza, y se muestre tan fervoroso como semejante don requiere.

No le bastó con eso a Dios, sino que añadió Cristo: Santificado sea tu nombre. Digna súplica en labios de quien ha llamado a Dios su Padre: que nada pida antes que la gloria del Padre y todo lo posponga a su alabanza. Porque esto quiere decir: que sea santificado. O sea glorificado. El Padre tiene su propia gloria plena y eterna e inmortal e inmutable. Mas ordena al que ora que también sea glorificado en nuestra vida, que es lo mismo que anteriormente decía: Así ha de lucir vuestra luz delante de los hombres, para que viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos. Los serafines, al glorificar a Dios, decían: Santo, santo, santoJ De manera que sea santificado es lo mismo que sea glorificado. Como si dijera: Concédenos vivir con tal pureza que todos nosotros os glorifiquemos por nosotros. Que es lo propio de la virtud perfecta, o sea el ser tan irreprensible nuestro modo de vivir en todo, que cada cual viendo esto glorifique al Señor y lo alabe.

Venga a nosotros tu reino. También esta es palabra propia de un hijo agradecido y justo, y que no se apega a las cosas perecederas de la vida presente y que caen bajo los sentidos, ni las reputa por grandes; sino que siempre busca al Padre y vive esperando lo futuro. Fruto es esto de la buena conciencia y de un alma no apegada a las cosas terrenas. Esto era lo que Pablo diariamente anhelaba; y por esto decía: Y nosotros que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Quien de tal amor se encuentra inflamado, no puede hincharse por la abundancia de los bienes de esta vida, ni decaer de ánimo

por las adversidades; sino que, así como si ya viviera en el cielo, está libre de ambas dificultades.

Hágase tu voluntad como en el cielo, asi en la tierra. ¿Has observado el orden perfecto? Mandó anhelar los bienes futuros y apresurarse a ese translado. Pero mientras llega ese tiempo, cuidar de llevar acá, mientras vivimos, un género de vida digno del que en el cielo se lleva. Porque es necesario, dice, que anhelemos con vehemencia las cosas celestiales; pero que ya antes de que vayamos al cielo, hagamos acá en la tierra un cielo; y estando en la tierra, proceder y hablar como si habitáramos en el cielo; y para esto conviene orar al Señor. Nada impide que, aun cuando estemos en la tierra, lleguemos a adquirir la presteza y cuidado que tienen las supremas virtudes: podemos, habitando acá, proceder como si ya estuviéramos en el cielo.

Quiere decir que así como allá todo se hace sin estorbos; ni sucede que los ángeles ahora obedezcan y ahora no, sino que en todo están de acuerdo y obedecen, pues dice el profeta: Sus ángeles que sois poderosos y cumplís sus órdenes prontos a la voz de su palabra; así a nosotros, oh Señor, concédenos que no hagamos a medias tu voluntad, sino que entera la cumplamos, como tú lo quieres. ¿Observas cómo nos enseña a proceder modestamente, declarando que la virtud depende no únicamente de nuestro empeño, sino también de la gracia de arriba? También nos ordena orar preocupándonos cada uno de todo el universo. Pues no dijo: Hágase en mí tu voluntad o hágase en nosotros, sino en todas partes de la tierra, de manera que se aparte el error, entre la verdad y toda perversidad desaparezca y toda virtud regrese y en nada se diferencie el cielo de la tierra, en cuanto al cultivo de la santidad. Como si dijera: si así se procede, en nada se diferenciarán las cosas de arriba de las de acá abajo, aun cuando por su naturaleza sean diferentes; porque eso nos mostrará como otros ángeles sobre la tierra.

Nuestro pan cotidiano dánosle hoy. Pues había dicho: Hágase tu voluntad así como se hace en el cielo también en la tierra; y habla a hombres revestidos de carne y sujetos a las necesidades naturales, y que no pueden tener la misma impasibilidad que los ángeles, nos ordena ciertamente cumplir sus preceptos al modo como los ángeles los cumplen; pero enseguida se acomoda a nuestra naturaleza. Como si dijera: os exijo que pongáis en vuestro modo de vivir una diligencia igual a la de los ángeles; pero no os exijo la misma impasibilidad, ya que esto no lo permite la recia ley de vuestra naturaleza, puesto que necesita del obligado sustento.

Quiero que consideres cómo aun en las cosas corporales el espíritu tiene mucha parte. Cristo no ordenó orar para alcanzar dineros ni placeres ni pompa en los vestidos, sino sólo por el pan, y el pan de cada día, sin solicitud por el pan de mañana. Por esto añadió aquello de cotidiano. Y no se contentó con esta palabra, sino que dijo: Dánosle hoy, para que no nos atormentemos con el cuidado del día siguiente. ¿Por qué te consumes de solicitud por ese día de mañana que ignoras si lo vivirás? Más ampliamente lo dijo después: No os inquietéis por el mañana pues quiere que continuamente estemos a punto y como dispuestos a volar, no dando a la naturaleza sino lo que la necesidad exige.

Enseguida, como también sucede que después del lavatorio de regeneración que es el bautismo, caigamos en pecado, demostrando su gran benignidad nos ordena acercarnos a Dios mise--ricordioso, para pedirle perdón de los pecados y decirle: Y perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Observas el colmo de la misericordia? Tras de librarnos de tantos males; tras de tanta grandeza inefable de dones, todavía se digna conceder el perdón a los pecadores. Y que semejantes preces toquen a los fieles, lo enseña la disciplina y leyes de la Iglesia, y lo da a entender el comienzo de la fórmula de orar. El que aún no ha sido iniciado no puede llamar Padre a Dios.

Si pues esta oración toca a los fieles y suplican humildemente que se les perdonen sus pecados, queda manifiesto que el lucro de la penitencia no se suprime ni aun después del bautismo. Si no hubiera querido demostrarlo Cristo, no nos hubiera enseñado a orar así. El que menciona los pecados y ordena pedir perdón de ellos, y enseña cómo conseguiremos que se nos remitan y nos prepara un camino fácil para ello, ese tal manifiesta que sabe, y asi nos lo enseña, que podemos lavar nuestros pecados aun después del bautismo, puesto que semejante modo de orar ha establecido. Y lo hizo de modo que mencionando los pecados, nos induce a proceder modestamente. Y al ordenar que perdonemos a otros, arranca de nosotros el recuerdo de cualesquiera injurias. Al prometer que nos dará perdón de todas las culpas, nos afirma en la buena esperanza y nos enseña a considerar la inefable misericordia de Dios.

Pero sobre todo se ha de considerar cómo Cristo, habiendo mencionado en cada uno de los preceptos arriba citados, toda clase de virtudes, en éste vuelve de nuevo a prohibir el recuerdo de las injurias. Ya en aquel santificado sea tu nombre, encierra toda la perfección de la vida; y en aquel que se haga tu voluntad significa lo mismo; y en el poder llamar Padre a Dios, demuestra también una vida sin culpas: y en todo eso va incluido el echar de nosotros el recuerdo de las injurias. Pero no se contentó con insinuarlo; sino que, queriendo manifestar cuan grandemente se preocupa de esto, lo repite ahora explícitamente. Y tras de la forma de orar, no repite sino este precepto diciendo: Si perdonareis vosotros sus faltas a otros, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Debemos, pues, comenzar esa obra y está en nuestras manos el juicio con que se nos va a juzgar.

Con el objeto de que ni aun el más estúpido de los hombres pueda quejarse ni en lo poco ni en lo mucho al ser juzgado, el Señor, a ti que eres el reo, te concede dar la sentencia. Como si dijera: Lo que tú juzgues de ti mismo, eso juzgaré yo de ti. Si perdonas a tu consiervo, llevarás de mí una gracia igual, aun cuando las cosas no son iguales. Puesto que tú perdonas porque a tu vez necesitas de perdón; pero Dios te perdona sin tener necesidad de nada. Tú perdonas a tu consiervo; Dios, a su siervo. Tú perdonas, siendo a tu vez reo de infinitos pecados; Dios en cambio es impecable. Pero así manifiesta él su misericordia. Podría perdonarte todos tus pecados sin imponerte esa condición; pero quiere que aun de eso saques beneficios, poniéndote a la mano infinitas ocasiones de mansedumbre y de humildad; y purificándote de lo animal que hay en ti; y apaciguando tu ira y uniéndote firmemente al otro que es miembro tuyo.

¿Qué puedes pues alegar? ¿que del prójimo has sufrido algún mal injustamente? Cierto que eso es pecado: porque si lo sufriste justamente, no ha habido pecado. Pero piensa en que tú te acercas a Dios para impetrar el perdón de tus verdaderos pecados y a la verdad mucho mayores. Y aun antes del perdón, ya has conseguido una excelentísima gracia, pues se te ha enseñado a ser humano y a tener mayor mansedumbre. Pero además, en proceder así, tienes una gran recompensa preparada: es a saber que no te exijan después razón de tus pecados. Entonces ¿de qué castigo no seremos dignos, si tras de haber recibid" semejante potestad, todavía traicionamos nuestra propia salvación? ¿Cómo pediremos que se nos escuche en otras peticiones, cuando no queremos perdonarnos a nosotros mismos, estando esto en nuestra mano?

Y no nos pongas en tentación, más líbranos del malo; porque tuyo es el poder y la gloria, por todos los siglos de los siglos. Aménl1 Aquí nos enseña claramente Cristo nuestra vileza y poquedad y reprime nuestra hinchazón; y nos exhorta a no lanzarnos en medio de la lucha sino más bien rehuir el combate. Así nuestra victoria será más espléndida y la ruina del demonio más digna de risa. Cuando se nos arrastra a la lucha, hay que estar firmes; y si no se nos provoca, debemos permanecer tranquilos y esperar el tiempo de la batalla, a fin de que sin darnos a la vanagloria, al mismo tiempo nos mostremos valerosos.

Llama aquí Malo al demonio y nos enseña que tenemos que entablar contra él una guerra sin término; y también, que el demonio no es por naturaleza malo. Porque la batalla no la engendra la naturaleza sino la voluntad. Pero se le da el nombre de Malo, por la enorme magnitud de su perversidad, y porque sin que lo hayamos nosotros dañado en nada, nos hace la guerra. Por esto no dijo Cristo: Líbranos de los malos, sino del Malo, enseñándonos así a no vivir amargados contra nuestros hermanos cuando ellos nos afligen, sino a volver la enemistad contra el demonio como a causa de todos nuestros males. De manera que la mención del enemigo nos prepara al combate y nos aleja de toda pereza y nos da confianza y levanta el ánimo y nos recuerda al Rey bajo cuya bandera estamos y nos lo muestra como el más poderoso de todos.

Por esto dice: Tuyo es el reino y el poder y la gloria. Si el reino es suyo, a nadie hemos de temer, pues nadie hay que

pueda oponérsele, nadie que pueda enfrentársele en el poder. Cuando dice: Tuyo es el reino, declara que incluso es subdito suyo el enemigo que nos combate, aun cuando parezca ir en contra; porque Dios se lo permite mientras tanto. También el demonio es del número de los siervos, aunque lo es de los infames y reprobos; y no se atrevería a luchar con ninguno de los consiervos si de antemano no le dieran desde el cielo semejante poder. Pero ¿qué digo a los consiervos? Ni siquiera se atrevió a meterse en los cerdos hasta que Cristo le dio permiso, ni en las manadas de ovejas y bueyes hasta haber recibido facultad y licencia. De manera que aun cuando fueras miles de veces más débil sería justo que cobraras valor, teniendo un tal Rey que puede por tu medio llevar a cabo magníficas proezas con toda facilidad.

Y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén. Ni sólo puede librarte de los males inminentes, sino además tornarte glorioso y brillante. Pues así como su poder es grande, su gloria es inefable; y todo sin mengua y sin término. ¿Ves cómo por todos lados ungió al atleta para la lucha y le infundió confianza? Y luego, para demostrar que aborrece y odia el rencoroso recuerdo de las injurias, y que, por el contrario, lo que más le encanta es Ja virtud opuesta, tras la forma de orar vuelve de nuevo a recordar este bien; y con el castigo señalado y con el premio prometido, induce al oyente a obedecer este mandato.

Porque dice: Si perdonáis a los hombres, también vuestro Padre celestial os perdonará a vosotros. Pero si no perdonáis, tampoco él os perdonará. Otra vez trae a la memoria el cielo y al Padre, para también por aquí avergonzar al oyente, si es que siendo hijo de tal Padre, se torna inhumano; y si llamado al cielo, sólo piensa en cosas terrenas y seculares. Porque es necesario que seamos hijos de Dios no únicamente por la gracia, sino además por las obras. Y nada nos asemeja tanto a Dios como el perdonar a los malos que nos causan injusticias, como el mismo Cristo nos lo enseñó cuando dijo que hacía salir su sol sobre malos y justos.

Por tal motivo, en cada petición nos ordena hacer oraciones comunes, diciendo: Padre nuestro, y Hágase tu voluntad y Danos nuestro pan y Perdónanos nuestras ofensas y No nos pongas en tentación y líbranos. Nos ordena que en todo usemos el número plural, para que no retengamos en el corazón ni siquiera un vestigio de ira contra nuestros prójimos. Pues ¿de cuan grande castigo no serán dignos los que después de todas estas enseñanzas, no sólo no perdonan ellos sino para colmo invocan a Dios para que los vengue de sus enemigos; de manera que traspasan esta ley totalmente; y esto cuando Dios no deja nada por hacer con el objeto de que nosotros no nos distanciemos unos de otros ni aun con simples querellas?

Raíz de todos los bienes es la caridad, y Cristo quita de en medio todo cuanto la destruye y se empeña de todas maneras en unirnos. Porque nadie, por cierto, nadie hay, ya sea el padre o la madre o el amigo u otro cualquiera, que en grado tal nos haya amado como Dios nuestro Creador. Y se hace manifiesto así por los beneficios que a diario nos concede, como por los mandamientos que ha establecido. Y si me alegas las penas, los dolores, los males todos de la vida, piensa en cuántas cosas diariamente lo ofendes y ya no te admirarás de que incluso no te sobrevengan males mayores aún; y por el contrario te admirarás y espantarás cuando gozas algún bien.

Vemos ahora las calamidades que se echan encima, pero ni siquiera recordamos los pecados que cada día cometemos, y por eso nos indignamos. Si pensáramos con cuidado siquiera nuestros pecados de sólo un día, veríamos con claridad de cuántos males somos reos. Si dejando a un lado los pecados que cada uno de vosotros comete, me pongo a contar los que hoy se han cometido, aun cuando ignore en qué cosas ha pecado cada uno, sin embargo, es tan grande la abundancia de faltas que aun quien no sepa con exactitud su número y clase, simplemente por los que se saben podría cualquiera gravemente reprenderos.

¿Quién de nosotros no ha sido perezoso en la oración? ¿cuál no ha caído en soberbia? ¿cuál no en vanagloria? ¿quién no ha quitado la fama a su hermano? ¿quién no ha cedido a la mala concupiscencia? ¿quién no ha tenido miradas impuras? ¿quién no ha recordado con ira a su enemigo? ¿quién no se ha hinchado en su corazón? Pues si estando en la iglesia y en tan breve tiempo nos hemos hecho reos de tanto número de faltas ¿qué nos tornaremos en saliendo de aquí? Si en el puerto tantos males hacemos ¿qué será una vez lanzados al Euripo de males, digo al foro, digo a los negocios urbanos y a los cuidados domésticos? ¿Podremos reconocernos a nosotros mismos? Pues para

lavar tantos y tan graves pecados, Dios nos ha proporcionado un camino compendioso y fácil y libre de todo trabajo. Pues ¿qué trabajo hay en perdonar a quienes nos han injuriado? El trabajo está más bien en no perdonar, sino mantener la enemistad; así como por el contrario, en aplacar nuestra ira se encuentra gran tranquilidad; y esto, para quien lo quiere, muy fácil cosa es.

Porque no se necesita cruzar los mares ni emprender largas peregrinaciones ni subir a las cumbres de los montes ni gastar dineros ni macerar el cuerpo, pues basta con querer, y quedan perdonados todos los pecados. Mas si no sólo no perdonas, sino que ruegas a Dios contra tus enemigos ¿qué esperanza tendrás de salvación, cuando al tiempo en que suplicas a Dios y quieres hacértelo propicio, en ese mismo lo irritas? Lanzas voces de suplicante con disposiciones de fiera y contra ti mismo disparas los dardos del Maligno. Por eso Pablo, hablando de la oración nada exigía con más empeño que la observancia de esta ley. Porque dice: Levantando las manos puras, sin ira ni disensiones.

Si cuando estás necesitado de misericordia, ni aun entonces depones la ira, sino que la guardas rencoroso en tu memoria, aun sabiendo que blandes contra ti mismo la espada ¿cuándo vendrás a ser misericordioso y a vomitar ese mortífero veneno de la maldad? Y si todavía no pesas bien la magnitud de semejante absurdo, considera que lo hacen otros hombres y verás la fuerza terrible de la injuria. Supongamos que se te acerca un hombre suplicándote que de él te compadezcas; pero mientras yace postrado en tierra, ve a un enemigo suyo; y dejando de suplicarte se lanza sobre él y lo golpea. ¿Acaso no acrecentaría tu enojo? Pues piensa que lo mismo sucede respecto de Dios. Tú, mientras suplicas a Dios, de pronto abandonas la súplica y acometes con palabras a tu enemigo y desprecias las leyes divinas, al mismo tiempo en que invocas al que estableció el precepto de perdonar y deponer nuestra ira contra los que nos han injuriado; de modo que le ruegas que proceda contra sus propios preceptos.

¿No te basta para vengarte con traspasar la ley de Dios, sino que además a El le ruegas que también la traspase? ¿Es que acaso El se ha olvidado de lo que ordenó? ¿Es un simple hombre quien lo ordenó? Es Dios que todo lo sabe y que quiere seriamente que sus leyes estrictamente se guarden. Y está tan lejos de hacer lo que le pides que aun se irrita contra ti que así le hablas; y sólo porque así le hablas te aborrece y te impone los más graves castigos. ¿Cómo te atreves a pedirle que te conceda lo que él empeñosamente ordena que evites? Pero hay algunos que han llegado hasta tal grado de locura, que no sólo ruegan a Dios contra sus enemigos, sino que lanzan imprecaciones contra sus hijos, y aun querrían devorarlos si pudieran, y aun los devoran.

Ni alegues que no has clavado tus dientes en las carnes del que te injurió; porque al rogar que caiga sobre él la ira de allá arriba y que sea entregado al eterno suplicio y que su casa sea totalmente destruida, te has encarnizado contra él con mayor ferocidad que la que él usó contra ti. Pero esto ¿no es más terrible que cualesquiera dentelladas? ¿no son más amargas que cualesquiera dardos? ¡No te enseñó esto Cristo! ¡no te ordenó que en esa forma ensangrentaras tu boca! Porque semejantes lenguas, que tal hablan, peores son que cualquier boca manchada con sangre humana. Y así ¿cómo darás a tu hermano el abrazo de paz? ¿cómo te acercarás al santo sacrificio? ¿cómo gustarás la sangre del Señor llevando en ti veneno tan mortal? Porque cuando dices a Dios: ¡desgárralo, destruyelo, demuele su casa, abátelo todo, y pides para tu enemigo miles de ruinas, en nada te diferencias de un homicida ni de una fiera que humanas carnes devora!

Depongamos, pues, ese furor; librémosnos de semejante enfermedad y, como Cristo lo ordenó, mostrémosnos benévolos para con quienes nos han injuriado, a fin de que seamos semejantes a nuestro Padre que está en los cielos. Y nos libraremos, si recordamos nuestros pecados, si examinamos con diligencia todos nuestros delitos: los que en la casa, los que en la calle, los que en la plaza, los que en la iglesia hemos cometido. Pues si no por otros motivos, ciertamente por la negligencia que aquí demostramos, somos dignos de graves castigos.

Cantando salmos los profetas, elevando himnos los apóstoles, hablando el mismo Dios, andamos con el pensamiento vagando allá fuera y metemos en nuestra imaginación todo el tumulto de las cosas del siglo; y ni siquiera guardamos el silencio y tranquilidad necesarios para escuchar los preceptos de Dios: el que guardan los espectadores en los teatros mientras se leen los edictos reales. Porque ahí, los cónsules, los prefectos, el senado y el pueblo permanecen de pie y en silencio para escuchar. Y si alguno de pronto en mitad del profundo silencio saltara gritando, se le aplicarían los castigos extremos como a quien hubiera injuriado al emperador. Aquí en cambio, mientras se leen las cartas del cielo, de todos lados se levanta el tumulto grande, siendo así que quien las envió es muy superior al emperador, y también la reunión es aquí más honorable. Aquí están no sólo los hombres, sino también los ángeles; y los premios de la victoria que aquí se publican, son muy superiores a los terrenos triunfos.

Por esto se ordena que no sólo los hombres, sino también los ángeles, los arcángeles y los habitantes todos del cielo y cuantos viven sobre la tierra, se desaten en alabanzas, pues dice el salmista: Bendecid al Señor todas sus obras. Porque no son pequeñas las que ha hecho, sino que exceden toda alabanza y sobrepujan el pensamiento y la mente de los hombres. Lo mismo predican los profetas, celebrando de diversos modos cada cual la espléndida victoria. Uno dice: Subsiste a lo alto apresando cautivos, recibiendo hombres como presentes. Y también: El Señor es poderoso en la batalla. Otro dice: Y recibirá muchedumbre por botín. Pues vino para predicar redención a los cautivos y dar vista a los ciegos. Y jubiloso decía, con canto triunfal, a causa de la muerte vencida: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿dónde está, oh muerte, tu aguijón?

Otro, anunciando la abundancia de paz, decía: De sus espadas harán rejas de arado y de sus lanzas, hoces. Otro dice, hablando de Jerusalén: Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Mira que viene a ti tu Rey. Justo y salvador, humilde, montado en un asno, un pollino hijo de una asnal& Otro anuncia su venida segunda con estas palabras: Vendrá el Señor a quien buscáis. Y ¿quién podrá soportar el día de su venida? Saldréis y saltaréis como terneros que salen del establo. Otro, finalmente, admirado de tales cosas, decía: Este es nuestro Dios, ningún otro cuenta para nada a su lado. Y mientras esto en la iglesia se dice, y otras muchas cosas más, cuando lo propio sería sentir pavor y pensar que ya no estamos en la tierra, entonces brota el tumulto como si estuviéramos en mitad de la plaza, y hay turbación y se habla de mil cosas que para nada nos tocan y en esto gastamos el tiempo de las reuniones.

Siendo, pues, tan desidiosos en lo pequeño y en lo grande, en oír y en obrar, en las calles y en la iglesia, encima de todo esto todavía venimos a rogar contra nuestros enemigos. ¿Pues qué esperanza de salvación nos queda, cuando a tantos y tan graves pecados ponemos la añadidura gravísima que iguala a todas las culpas anteriores y hacemos la súplica a que me he referido? ¿Podremos admirarnos de que nos sobrevenga algún mal inesperado cuando al revés deberíamos admirarnos de que no nos sobrevenga? Porque ésta sería la lógica consecuencia; lo otro sería cosa extraña y fuera de lo razonable. Porque sería contra lo razonable que, hechos enemigos de Dios y provocándolo en su ira, disfrutáramos del sol, de las lluvias y todo lo demás, nosotros, los hombres que superamos a las fieras en la crueldad, vueltos unos contra otros y con la lengua manchada de sangre de prójimo, al que hemos hecho cuartos a mordidas; y esto tras de la mesa aquella espiritual y de tantos beneficios y tan numerosos preceptos.

Meditando todo esto, vomitemos el veneno, acabemos con las enemistades y oremos del modo que nos es conveniente, y en vez de la fiereza demoníaca, revistámosnos de la mansedumbre angélica. Sean cuales fueren las injurias que recibamos, pensemos en que tenemos intereses comunes; pensemos en la recompensa que nos espera de cumplir este mandato; aplaquemos nuestra ira y reprimamos las oleadas de nuestro furor, para que pasemos la vida presente sin perturbaciones; y cuando lleguemos al término, encontremos al Señor en tal disposición para con nosotros, como la que nosotros hayamos tenido acá para con nuestros consiervos.

Si esto nos parece pesado y terrible, hagámoslo suave y deseable y abramos amplísimas las puertas de nuestra confianza para

con Dios. Lo que no hayamos logrado con abstenernos de pecar, consigámoslo mediante nuestra mansedumbre para con quienes nos han ofendido: al fin y al cabo, no es esto difícil ni molesto. Por otra parte, haciendo beneficios a nuestros enemigos, alcanzaremos para nosotros abundante misericordia. Además, en esta vida todos nos amarán y más que todos Dios mismo nos amará y nos premiará y nos concederá todos los bienes futuros. Ojalá que todos podamos conseguirlos, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.

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