la Jornada Mundial del Enfermo, que se celebra el próximo 11 de febrero, memoria litúrgica de la Beata María Virgen de Lourdes, verá a las comunidades diocesanas reunirse con sus propios obispos en momentos de oración para reflexionar y decidir iniciativas de sensibilización sobre la realidad del sufrimiento. El Año Paulino, que estamos celebrando, ofrece la ocasión propicia para detenernos a meditar con el apóstol Pablo sobre el hecho de que, “así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación” (2 Cor 1,5). La unión espiritual con Lourdes nos trae además a la mente la maternal solicitud de la Madre de Jesús por los hermanos de su Hijo “aún peregrinos y puestos en medio de peligros y afanes, hasta que no seamos conducidos a la patria bendita” (Lumen gentium, 62).
Este año nuestra atención se dirige particularmente a los niños, las criaturas más débiles e indefensas y, entre estos, a los niños enfermos y sufrientes. Hay pequeños seres humanos que llevan en su cuerpo las consecuencias de enfermedades invalidantes, y otros que luchan con males hoy aún incurables a pesar del progreso de la medicina y la asistencia de buenos investigadores y profesionales de la salud. Hay niños heridos en su cuerpo y en su alma cono consecuencia de conflictos y guerras, y otros víctimas del odio de personas adultas insensatas. Hay “niños de la calle”, privados del calor de una familia y abandonados a sí mismos, y de menores profanados por gente abyecta que viola su inocencia, provocando en ellos una herida psicológica que les marcará para el resto de sus vidas. No podemos tampoco olvidar el incalculable número de menores que mueren a causa de la sed, del hambre, de la carencia de asistencia sanitaria, como también los pequeños exiliados y prófugos de su propia tierra con sus padres en búsqueda de mejores condiciones de vida. De todos estos niños se eleva un silencioso grito de dolor que interpela a nuestra conciencia de hombres y de creyentes.
La comunidad cristiana, que no puede permanecer indiferente ante tan dramáticas situaciones, advierte el imperioso deber de intervenir. La Iglesia, de hecho, como he escrito en la encíclica Deus caritas est, “es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario” (25, b). Auguro por tanto, que también la Jornada Mundial del Enfermo ofrezca la oportunidad a las comunidades parroquiales y diocesanas de tomar cada vez más conciencia de ser “familia de Dios”, y las anime a hacer perceptible en los pueblos, en los barrios y en las ciudades el amor del Señor, que pide “que en la misma Iglesia, en cuanto familia, ningún miembro sufra porque pasa necesidad” (ibid.). El testimonio de la caridad formar parte de la vida misma de cada comunidad cristiana. Y desde el principio la Iglesia ha traducido en gestos concretos los principios evangélicos, como leemos en los Hechos de los Apóstoles. Hoy, dadas las nuevas situaciones de la asistencia sanitaria, se advierte la necesidad de una más estrecha colaboración entre los profesionales de la salud que trabajan en las distintas instituciones sanitarias y las comunidades eclesiales presentes en su territorio. En esta perspectiva se confirma en todo su valor una institución relacionada con la Santa Sede, como es el Hospital Pediátrico Niño Jesús, que celebra este año sus 140 años de vida.
Pero hay más. Dado que el niño enfermo pertenece a una familia que comparte su sufrimiento a menudo con graves impedimentos y dificultades, las comunidades cristianas no pueden dejar de hacerse cargo también de ayudar a los núcleos familiares afectados por la enfermedad de un hio o de una hija. A ejemplo del “Buen Samaritano” es necesario que se incline hacia las personas tan duramente probadas y les ofrezca el apoyo de una solidaridad concreta. De este modo, la aceptación y el compartir del sufrimiento se traduce en un apoyo útil a las familias de los niños enfermos, creando dentro de ellas un clima de serenidad y esperanza, y haciendo sentir a su alrededor una familia más vasta de hermanos y hermanas en Cristo. La compasión de Jesús por el llanto de la viuda de Naím (cfr Lc 7,12-17) y por la implorante súplica de Jairo (cfr Lc 8,41-56) constituyen, entre otros, algunos puntos de referencia para aprender a compartir los momentos de pena física y moral de tantas familias probadas. Todo esto presupone un amor desinteresado y generoso, reflejo y signo del amor misericordioso de Dios, que nunca abandona a sus hijos en la prueba, sino que siempre les proporciona admirables recursos de corazón y de inteligencia para ser capaces de afrontar adecuadamente las dificultades de la vida.
La dedicación cotidiana y el compromiso sin descanso al servicio de los niños enfermos constituyen un elocuente testimonio de amor por la vida humana, en particular por la vida de quien es débil y en todo y por todo dependiente de los demás. Es necesario afirmar con vigor la absoluta y suprema dignidad de toda vida humana. No cambia, con el transcurso del tiempo, la enseñanza que la Iglesia proclama incesantemente: la vida humana es bella y debe vivirse en plenitud también cuando es débil y está envuelta en el misterio del sufrimiento. Es a Jesús crucificado a quien debemos dirigir nuestra mirada: muriendo en la cruz Él ha querido compartir el dolor de toda la humanidad. En su sufrimiento por amor entrevemos una suprema coparticipación en las penas de los niños enfermos y de sus padres. Mi venerado Predecesor Juan Pablo II, que desde la aceptación paciente del sufrimiento ha ofrecido un ejemplo luminoso especialmente en el ocaso de su vida, escribió: “Sobre la cruz está el 'Redentor del hombre', el Varón de dolores, que ha asumido en sí mismo los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor podamos encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus interrogantes” (Salvifici doloris, 31).
Deseo aquí expresar mi aprecio y ánimo a las Organizaciones internacionales y nacionales que se ocupan del cuidado de los niños enfermos, particularmente en los países pobres, y con generosidad y abnegación ofrecen su contribución para asegurarles cuidados adecuados y amorosos. Dirijo al mismo tiempo un urgente llamamiento a los responsables de las naciones para que se potencien leyes y reglamentos a favor de los niños enfermos y de sus familias. Siempre, pero aún más cuando está en juego la vida de los niños, la Iglesia, por su parte, está dispuesta a ofrecer su cordial colaboración en el intento de transformar toda la civilización humana en “civilización del amor” (cfr Salvifici doloris, 30).
Concluyendo, quisiera manifestar mi cercanía espiritual a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que sufrís cualquier enfermedad. Dirijo un afectuoso saludo a cuantos os asisten: a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los agentes sanitarios, a los voluntarios y a todos aquellos que se dedican con amor a cuidar y a aliviar los sufrimientos de quien está luchando con la enfermedad. Un saludo muy especial para vosotros, queridos niños enfermos y sufrientes: el Papa os abraza con afecto paterno junto con vuestros padres y familiares, y os asegura un especial recuerdo en la oración, invitándoos a confiar en la ayuda maternal de la Inmaculada Virgen María, que en la pasada Navidad hemos contemplado una vez más mientras abraza con alegría entre los brazos al Hijo de Dios hecho niño. Al invocar sobre vosotros y sobre todos los enfermos la protección maternal de la Virgen Santa, Salud de los Enfermos, os imparto de corazón a todos una especial Bendición Apostólica.
En el Vaticano, a 2 de febrero de 2009
BENEDICTUS PP.XVI
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