Octobri mense
De LEÓN XIII
Sobre el Rosario
De 22 de septiembre de 1891
Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
I. Exhortaciones anteriores a esta devoción:
motivo de la presente exhortación
Al llegar el mes de Octubre, que está consagrado y dedicado a la Santísima VIRGEN DEL ROSARIO, gratísimamente recordamos con cuánto empeño os hemos encomendado, Venerables Hermanos, en años anteriores, que excitaseis en todas partes con vuestra autoridad y prudencia al rebaño de los fieles para que ejercitasen y aumentasen su piedad hacia la gran Madre de Dios, poderosa auxiliadora del pueblo cristiano, acudiesen a ella suplicantes y la invocasen por medio de la devoción del Santísimo Rosario, que la Iglesia acostumbró a practicar y celebrar, especialmente en las circunstancias dudosas y difíciles, y siempre con el éxito deseado. Y tenemos cuidado en manifestaros de nuevo este año ese mismo deseo nuestro, v enviaros y repetiros las mismas exhortaciones, lo cual aconseja y necesita la caridad de la Iglesia, cuyos trabajos, lejos de haber recibido algún alivio, crecen de día en día en acerbidad y en número. Deploramos males conocidos por todos; los dog mas sacrosantos que la Iglesia custodia y enseña, combatidos son y menospreciados; objeto de burla la integridad de las virtudes cristianas que protege; de muchas maneras se maquina por medio de la envidia el ataque al sagrado orden de los Obispos, y principalmente al Romano Pontífice, y hasta contra el mismo Cristo Dios se ha hecho violencia con desvergonzadísima audacia y maldad abominable, cual si intentasen borrar y destruir completamente la obra divina de su redención que jamás borrará ni destruirá fuerza alguna. Es tas cosas que no son ciertamente nuevas, ocurren a la Iglesia militante la cual según profetizó Jesús a sus apóstoles, ha de estar siempre en lucha y pelea continua para enseñar a los hombres la verdad y conducirlos a la salud sempiterna, y la cual realmente combate valerosa hasta el martirio por todas las vicisitudes de los siglos sin que alegre ni gloríe nada más que de poder consagrar el suyo con la sangre de su autor, en la que se contiene la conocidísima esperanza de la victoria que se le ha prometido.
II. La realidad presente: los enemigos y los indiferentes
No se puede negar, sin embargo, cuan grande tristeza acarrea a todo lo mejor esta continua actitud de pelea. Porque es, en verdad, causa de no pequeña tristeza el ver que hay por una parte muchos a quienes la perversidad de sus errores y su rebeldía contra Dios los extravían muy lejos y los conducen al precipicio, y por otra muchos que, llamándose indiferentes hacia cualquier forma de religión, parece que se han despojado de la fe divina, y, finalmente, no pocos católicos que apenas conservan la religión en el nombre, pero no la guardan en realidad ni cumplen con las obligaciones debidas. Y además, lo que angustia y atormenta con más gravedad Nuestra alma, es pensar que tan lamentable perversidad de los malos ha nacido principalmente de que en el gobierno de los estados, o no se le concede lugar alguno a la Iglesia, o se le rechaza el auxilio debido a su virtud salvadora, en lo cual aparece grande y justa la ira de Dios vengador, que permite que caigan en una miserable ceguera de entendimiento las naciones que se aparten de Él.
III. Necesidad de la oración
Por lo cual las mismas cosas piden a veces y piden con más vehemencia cada día, que es enteramente necesario que los católicos dirijan a Dios fervorosas, perseverantes (sin intermisión)[i] súplicas y oraciones, y esto no solamente cada uno en particular, sino que conviene que lo hagan con la mayor publicidad, congregados en los sagrados templos, para que Dios providentísimo libre a la Iglesia de los hombres malos y perversos[ii], y traiga a las naciones pervertidas a la salud y sabiduría por medio de la luz de la caridad de JESUCRISTO.
¡Cosa en verdad tan admirable que sobrepasa la fe de los hombres! El siglo sigue su camino de trabajo, confiado en sus riquezas, fuerza, armas e ingenio; la Iglesia recorre los tiempos con paso firme y seguro, confiada únicamente en Dios, hacia quien levanta noche y día sus ojos y las manos suplicantes. Porque ella, aun cuando prudentemente no desprecia los demás auxilios humanos que con la providencia de Dios le depara el tiempo, no pone su principal esperanza en ellos, sino más bien en sus oraciones, súplicas y plegarias a Dios. De aquí alcanza el medio de alimentar y robustecer su espíritu vital porque felizmente, por su constancia en orar consigue que, libre de las vicisitudes humanas y en perpetua unión con la divina Majestad, que asimile la misma vida de Cristo Nuestro Señor y la manifieste tranquila y pacíficamente, casi a semejanza del mismo Cristo, al cual en manera alguna, disminuye y quita un ápice de su beatísima luz y propia bienaventuranza la crueldad de los suplicios que padeció para nuestro bien común.
Estos grandes documentos de la sabiduría cristiana los conservaron y veneraron siempre religiosamente cuantos profesaron con digno valor el nombre cristiano, y las súplicas de éstos a Dios eran mayores y más frecuentes cuando, por virtud de los fraudes y violencia de hombres perversísimos, sobrevenía alguna calamidad a la Iglesia o a su supremo Jerarca. Ejemplo insigne de esto dieron los fieles de la primitiva Iglesia, y muy digno de que se proponga para ser imitado por todos los que habían de sucederles en adelante. Pedro, Vicario de Cristo Nuestro Señor, Soberano Pontífice de la Iglesia, hallábase, por orden del malvado HERODES, en la cárcel y destinado a una muerte cierta, y en ninguna parte tenía socorro ni auxilio para escapar. Pero no le faltaba aquel género de auxilio que de Dios alcanza la santa oración puesto que, según se refiere en la divina Historia, la Iglesia hacía por él fervientes súplicas: "En la Iglesia se hacía incesantemente oración por él a Dios"[iii], y con tanto más ardor se dedicaban todos a la oración, cuanto más duramente les angustiaba la preocupación de tanto mal. Sabido es el éxito que tuvieron los votos de los que oraban, y el pueblo cristiano celebra siempre con alegre re cuerdo la milagrosa libertad de PEDRO.
IV. La oración de Jesucristo.
Cristo, pues, dio un ejemplo más insigne y di vino a su Iglesia para instruirla y formarla en la santidad, no solamente por sus preceptos, sino también por su conducta. Porque Él mismo, que toda su vida había orado tan repetida y larga mente, al llegar a sus últimas horas, cuando llena su alma de inmensa amargura en el huerto de Getsemaní, desfalleció ante la muerte, entonces no sola mente oraba a su Padre, sino que orabat prolixius[iv]. y no lo hizo eso para sí, que siendo Dios nada temía ni necesitaba nada, sino que lo hizo para nosotros, lo hizo para su Iglesia, cuyas futuras preces y lágrimas ya desde entonces las hacía fecundas en gracia, recibiéndolas en sí con agrado y benevolencia.
Y cuando por el Misterio de la Cruz se consumó la redención de nuestro linaje, y fue fundada y constituida formalmente en la tierra la Iglesia después del triunfo de Cristo, desde ese tiempo, comenzó y prevaleció para el nuevo pueblo un nuevo orden de providencia.
V. Por medio de María.
Conveniente es escrutar los designios divinos con gran piedad. Queriendo el Hijo de Dios eterno tomar la naturaleza humana para redención y gloria del hombre, y habiendo de establecer cierto lazo místico con todo el género humano, no hizo esto sin haber explorado antes el libérrimo consentimiento de la designada para Madre suya, la cual representaba en cierto modo la personalidad del mismo género humano, según aquella ilustre y verdadera sentencia de Santo Tomás de Aquino: "En la Anunciación se esperaba el consentimiento de la Virgen en lugar del de toda la humana naturaleza"[v]. De lo cual verdadera y propiamente se puede afirmar que de aquel grandísimo tesoro de todas gracias que trajo el Señor, puesto que la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha[vi], nada se absolutamente nada se nos concede, según la voluntad de Dios, sino por María; de suerte que a la manera que nadie puede llegar al Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo nadie puede llegar a Cristo sino por la Madre. ¡Cuán grande sabiduría y misericordia resplandece en este consejo de Dios! ¡Cuánta conveniencia para la flaqueza y debilidad del hombre! Porque creemos y veneramos la justicia de Aquel cuya bondad conocemos y alabamos como infinita; y tememos como juez inexorable a Aquel a quien amamos como conservador amantísimo, pródigo de su sangre y de su vida; por lo cual de estos hechos se desprende que es enteramente necesario para los afligidos un intercesor y patrono que disfrute de tanto favor para con Dios y sea de tanta bondad de ánimo que no rechace el patrocinio de nadie por desesperado que estuviera, y que levante a los afligidos y caídos con la esperanza de la clemencia divina. Y esta misma es la esclarecidísima María, poderosa en verdad como Madre de Dios Omnipotente; pero lo que es todavía más preferible, ella es afable, benigna y muy compasiva. Tal nos la ha dado Dios, pues por lo mismo que la eligió para Madre de su Hijo unigénito, la dotó completamente de sentimientos maternales, que no respiran sino amor y perdón: tal la anunció desde la Cruz cuando en la persona de Juan, se discípulo, le encomendó el cuidad y el amparo de todo el género humano: tal finalmente, se ofreció ella misma, que habiendo recibido con gran valor aquella herencia de inmenso trabajo, legada por el Hijo moribundo, inmediatamente comenzó a ejercitar todos sus deberes maternales.
VI. María y la primitiva Iglesia
Ya desde el principio conocieron con gran alegría los Santos Apóstoles y los primitivos fieles este consejo de la misericordia tan querida, instituido divinamente en María y ratificado en el testamento de Cristo, conociéronlo también y lo enseñaron los Venerables Padres de la Iglesia, y todos los miembros de la grey cristiana lo confirmaron unánimes en todo tiempo, y esto aun cuando faltasen acerca de ellos toda clase de recuerdos y escritos, puesto que habla con mucha perfección cierta voz que nace del pecho de todos los hombres cristianos. Porque no de otra parte que de la fe divina, nace el que nosotros seamos conducidos y arrebatados placidísimamente por cierto muy potente impulso hacia María; que nada sea más antiguo ni más deseado, que el cobijarnos bajo la tutela y el amparo de Aquella a quien confiamos plenamente Nuestros pensamientos y obras, Nuestra integridad y penitencia, Nuestras angustias y gozos, Nuestras súplicas y votos y todas Nuestras cosas; que todos tengan una consoladora esperanza y confianza en que cuantas cosas sean ofrecidas por nosotros indignas o como menos gratas a Dios, esas mismas se tornarán sumamente agradables y bien acogidas, encomendándolas a su Santísima Madre, Y así como recibe el alma gran consuelo con la verdad y suavidad de estas cosas, motivo de tristeza son para ella, los que careciendo de la fe divina, no reconocen ni tienen a María por su Madre, y aun más de lamentar es la miseria de aquellos que, siendo partícipes de la santa fe, se atreven a vituperar a los buenos por el repetido y prolijo culto que tributan a María, con lo cual ofenden en gran manera la piedad que es propia de los hijos.
VII. Siguiendo su ejemplo
Por esta tempestad de males con que la Iglesia es tan cruelmente combatida, todos sus piadosos hijos sienten el santo deber en que se hallan de suplicar con más vehemencia a Dios y la razón por la que principalmente se han de esforzar en que las mismas súplicas obtengan la mayor eficacia. Siguiendo el ejemplo de Nuestros religiosísimos padres y antepasados, acojámonos a María, Nuestra Santa Soberana, a María Madre de Jesucristo y Nuestra, y todos juntos supliquemos: "Muéstrate Madre, y llegue por ti nuestra esperanza a quien, por darnos vida nació de tus entrañas"[vii]. Ahora bien: como entre las varias fórmulas y medios de honrar a la Divina Madre han de ser elegidas aquellas que conociéremos ser más poderosas por sí mismas y más agradables a la misma Señora, Nos place indicar el Rosario e inculcarlo con especial cuidado. Comúnmente se ha dado a esta fórmula de rezar corona, por lo mismo que presenta entretejidos con felices lazos los grandes misterios de Jesús y de su Madre, los gozos, dolores y triunfos. Estos misterios tan augustos, si los fieles los meditan y contemp0lan ordenadamente con piadosa consideración, ¡cuántos maravillosos auxilios pueden obtener, ora para fomentar la fe y defenderla de la ignorancia o de la peste de los errores, ora también para relevar y sostener la fortaleza de ánimo! De este modo el pensamiento y la memoria del que ora, brillando la luz de la fe, son arrebatados con gratísimo anhelo a aquellos misterios, y fijos y contemplativos en los mismos no se cansan de admirar la obra inenarrable de la salvación humana restituida, consumada a tan grande precio y por una serie de cosas tan excelentes; luego el ánimo se enciende en amor y gracia acerca de estas señales de la caridad divina, con firma y aumenta la esperanza, ávido y excitado de los premios celestiales, preparados por JESUCRISTO para aquellos que se unan al mismo, siguiendo su ejemplo y participando de sus dolores. Esta oración trasmitida por la Iglesia, consta de palabras dictadas por el mismo Dios al Arcángel Gabriel, la cual, llena de alabanzas y de saludables votos continuada y repetida con determinado y variado orden, impetra también nuevos y dulces frutos de piedad.
VIII. El Santo Rosario arma poderosísima
Y hay que creer que la misma Reina celestial añadió gran virtud a esta oración fundada y propagada por el ínclito Patriarca Domingo, por inspiración e impulso de la Señora, como bélico instrumento y muy poderoso para dominar a los enemigos de la fe en un período muy contrario al nombre católico y muy semejante a éste que estamos atravesando. Pues la secta de los herejes Albigénses, ya clandestina, ya manifiesta, había invadido muchas regiones; la infecta generación de los Maniqueos, cuyos crueles errores reproducía, dirigía contra la Iglesia sus violencias y un odio extremado. Apenas podía ya confiarse en el apoyo de los hombres contra tal perniciosa e insolente turba, hasta que vino Dios con el auxilio oportuno, con la ayuda del Rosario de María. De este modo, con el favor de la Virgen, vencedora gloriosa de todas las herejías, las fuerzas de los impíos quedaron extenuadas y aniquiladas, y la fe salva e incólume. La historia antigua, lo mismo que la moderna, conmemora con clarísimos documentos, muchos hechos semejantes perpetrados en todas las naciones y bien divulgados, ora sobre peligros ahuyentados, ora sobre beneficios obtenidos. Hay que añadir también a esto el claro argumento de que, tan luego fue instituida la oración del Rosario, la costumbre de recitarla fue adoptada y frecuentada por todos los cristianos indistinta mente. Efectivamente, la religión del pueblo cristiano honra con insignes títulos, y de varias maneras por cierto, a la Madre de Dios, que aunque saluda con tantas y tan augustas alabanzas, brilla una que aventaja a todas; siempre tuvo cariño singular a este titulo del Rosario, a este modo de orar, en el que parece que está el símbolo de la fe y el compendio del culto debido a la Señora; y con preferencia lo ha practicado privada y públicamente en el hogar y en la familia, instituyendo congregaciones, dedicando altares y cele brando magníficas procesiones, juzgan do que es el mejor medio de celebrar sus solemnidades sagradas o de merecer su patrocinio y sus gracias.
IX. La práctica del Rosario.
Ni hay que pasar en silencio aquello que en este asunto pone en claro cierta providencia singular de Nuestra Señora. A saber: que cuando por larga duración de tiempo el amor a la piedad se ha entibiado en algún pueblo y se ha vuelto algún tanto remiso en esta misma costumbre de orar, se ha visto después con admiración que, ya al sobrevenir un peligro formidable a las naciones, ya al apremiar alguna necesidad, la práctica del Rosario, con preferencia a los demás auxilios de la religión, ha sido renovado por los votos de todos y restituida a su honroso lugar, y que, saludable, se ha extendido con nuevo vigor. No hay necesidad de buscar ejemplos de ello en las edades pasadas, teniendo a mano en la presente uno muy excelente. Porque en esta época en que, como al principio advertimos, en tanto grado es amarga para la Iglesia, y amarguísima para Nos que por disposición divina estamos dirigiendo su timón, se puede mirar y admirar con qué valerosas y ardientes voluntades es reverenciado y celebrado el Rosario de Maria en todos los lugares y pueblos católicos; y como esto hay que atribuir lo rectamente a Dios, que modera y dirige a los hombres, más bien que a la prudencia y ayuda de ningún hombre. Nuestro ánimo se conforta y se repara extraordinariamente y se llena de gran confianza en que se han de repetir y amplificar los triunfos de la Iglesia en favor de María.
X. Más fe y confianza en la oración
Mas hay algunos que estas mismas cosas que Nos hemos expresado, las sienten verdaderamente; pero porque nada de lo esperado se ha conseguido, especialmente la paz y tranquilidad de la Iglesia, antes al contrario, ven quizás que los tiempos han empeorado, interrumpen o abandonan fatigados y desconfiados, la solicitud e inclinación a orar. Tales hombres adviertan ante todo y esfuércense para que las preces que dirijan a Dios sean adornadas de convenientes virtudes, según el mandato de Nuestro Señor Jesucristo; y aunque así fueren estas preces, consideren, por último, que es cosa indigna e ilícita fijar tiempo y modo en que ha de ayudarnos Dios, que nada absolutamente nos debe; de suerte que cuando oye a los que oran y cuando corona nuestros méritos, no corona sino sus propias mercedes[viii], y que cuando menos condesciende a Nuestros votos, obra como buen padre con sus hijos, compadeciéndose de su ignorancia y mirando por su utilidad. Pero las oraciones que ofrecemos humildemente a Dios en unión con los sufragios de los santos del cielo para hacerlos propicios a la Iglesia, el mismo Dios nunca deja de admitirlas y cumplirlas benignísimamente, ora se refieran a los bienes máximos e inmortales de la Iglesia, ora a los menores y temporales. Porque a estas preces, con verdad, añade valor y abundancia de gracia con sus preces y sus méritos Jesucristo Señor Nuestro, que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla... y para presentársela a sí mismo gloriosa[ix]. Él que es el Pontífice Soberano de ella, santo inocente, viviendo siempre para interceder por nosotros[x], cuyos ruegos y súplicas creemos por la fe divina que han de tener cumplimiento.
En lo que concierne a los bienes exteriores y temporales de la Iglesia, ésta tiene que habérselas muchas veces, como es sabido, con terribles adversarios por su malevolencia y poder que le usurpan sus bienes, restringen y oprimen su libertad, atacan y desprecian su autoridad, le causan, en una palabra, toda clase de daños y malos tratamientos. Pero si se investiga por qué su maldad no va hasta el límite de las inquietudes que intentan y se esfuerzan en procurar, fácil es conocerlo; pero al contrario la Iglesia, en medio de tantas vicisitudes, se muestra siempre con la misma grandeza y la misma gloria, siempre de una manera distinta, y no cesa de aumentar. La verdadera y principal razón de este contraste es ciertamente la intervención de Dios solicitada por la Iglesia. Y no comprende bien la razón humana cómo la maldad imperante se circunscribe a límites tan estrechos, mientras que la Iglesia, a pesar de su opresión, alcanza tan magnífico triunfo. Y lo mismo se ve, aún con más claridad, en aquella especie de bienes con los que la Iglesia conduce próximamente a los hombres a la consecución del bien último. Pues habiendo nacido para este ministerio, por fuerza debe poder mucho con sus plegarias para que tenga eficacia perfecta en ellos el orden de la Providencia y misericordia divinas; y de esta manera los hombres que oran con la Iglesia y por la Iglesia, alcanzan, por fin, y obtienen las gracias que Dios omnipotente dispuso conceder desde la eternidad[xi]. La mente humana se turba ante los altos designios de Dios providente, pero llegará algún día en que se verá claramente, cuando Dios por su benignidad quiera manifestar las causas y consecuencias de las cosas a Él conocidas, cuánta fuerza y utilidad tenía para conseguir este género de cosas la práctica de orar.
Se verá también que de allí procede el que tantos hombres, en medio de la corrupción de un mundo depravado, se hayan mostrado puros e intactos de todas las manchas de la carne y del espíritu trabajando por su santificación en el temor de Dios[xii]; que otros que estaban a punto de dejarse arrastrar por el mal, se han detenido inmediatamente y han recibido del peligro mismo y de la tentación un feliz aumento de virtud; que otros, en fin, que habían caído, han sentido en sí el impulso que los ha levantado y les ha echado en los brazos de la misericordia de Dios.
Habida cuenta de estas consideraciones, conjuramos, pues, solícitamente a los cristianos a que no se dejen sorprender por las astucias del antiguo enemigo y a que no desistan por ningún motivo del celo de la oración; antes bien que perseveren y persistan sin intermisión, Que su primera solicitud sea la del supremo bien y la de pedir por la salud eterna de todos y la conservación de la Iglesia. Pueden, después, pedir a Dios los demás bienes, necesarios o útiles para la vida, con tal que se sometan de antemano a su voluntad, siempre justa, y le den asimismo gracias como a Padre benifentísimo, ya conceda o ya niegue lo que le pidan; que tengan, finalmente, aquélla religión y piedad para con Dios, que tan necesaria es y que los Santos tuvieron, y el mismo Redentor y Maestro con gran clamor y lágrimas[xiii].
XI. Oración y penitencia
Y ahora Nuestro ministerio y Nuestra pastoral caridad desean que Nos imploremos de Dios soberano dispensador de bienes para todos los hijos de la Iglesia, no sólo el espíritu de la oración, sino también el de la penitencia. Haciéndolo con todo Nuestro corazón, Nos exhortamos igualmente a todos y cada uno para que practiquen ambas virtudes, estrechamente unidas entre sí. La oración tiene por efecto sostener el alma, darle valor, elevarla hacia las cosas divinas; la penitencia tiene por resultado darnos el imperio sobre nosotros mismos, especialmente sobre nuestro cuerpo, lleno de peso de la antigua falta y enemigo de la razón y de la ley evangélica. Esas virtudes, como es fácil ver, se sostienen mutuamente la una a la otra, y concurren igualmente a substraer y arrancar de las cosas perecederas al hombre nacido para el cielo, y a elevarlo a una especie de comercio celestial con Dios. Sucede, por el contrario, que aquel en cuya alma bullen las pasiones, cae en la malicia por las ambiciones, halla insípidas las dulzuras de las cosas celestiales, y no tiene por toda oración más que una palabra fría y lánguida, indigna de ser escuchada por Dios.
Tenemos ante los ojos los ejemplos de penitencia de los Santos cuyas oraciones y súplicas, como sabemos por los anales sagrados, han sido, por esta causa, extremadamente agradables a Dios y han obrado prodigios. Ellos arreglaban y domaban incesantemente su espíritu y su corazón; se aplicaban a sujetarse con plena aquiescencia y completa sumisión a la doctrina de JESUCRISTO y a las enseñanzas y preceptos de su Iglesia; a no tener voluntad propia en cosa alguna, sino después de haber consultado a Dios; a no encaminar todas sus acciones más que al aumento de la gloria del Señor; a reprimir y quebrar enérgicamente sus pasiones; a tratar con implacable dureza su cuerpo; a abstenerse por virtud de todo placer, por inocente que fuera. De esa manera podrán, con toda verdad, aplicarse a sí mismos estas palabras de SAN PABLO: Nuestra conversación está en los cielos[xiv]; y por lo mismo, sus oraciones eran tan eficaces para tener a Dios propicio y amoroso. Claro es que no todos pueden ni deben llegar ahí; pero las razones de la justicia divina, para la que se ha de hacer estrictamente una penitencia proporcionada a las culpas cometidas, exigen que cada uno, en espíritu de voluntaria mortificación, castigue su vida y sus costumbres; y conviene mucho imponerse penas voluntarias en vida para merecer mayor recompensa de la virtud.
XII. Caridad.
Por otra parte, como en el cuerpo místico de Jesucristo, que es la Iglesia, estamos todos unidos y vivimos como miembros suyos, resulta según la palabra de San Pablo, que a la manera que todos los miembros se regocijan de lo que acontece dichosamente a uno de ellos, y se entristecen con el sufre, así también los fieles cristianos deben sentir los sufrimientos espirituales o corporales, los unos de los otros y ayudarse entre sí todo lo posible: Para que no haya desavenencia en el cuerpo, sino que todos los miembros se interesen los unos por los otros, de manera que si un miembro padece, todos los demás sufren; y si un miembro recibe honor, todos los demás gozan con él. Vosotros sois el cuerpo de Jesucristo, y miembros los unos de los otros[xv].
En este modo de caridad para el que quiere imitar el ejemplo de JESUCRISTO, que h a derramado con inmenso amor su sangre para la satisfacción por nuestros pecados, hay una exhortación de tomar cada uno sobre sí las faltas de los demás, hay también un gran lazo de perfección que permite a los fieles estar unidos entre sí, y muy estrechamente también con los ciudadanos del cielo y con Dios. En una palabra: la acción de la santa penitencia es tan variada e ingeniosa y se extiende tanto, que cada uno, según su piadosa manera y con buena voluntad, puede hacer de ella uso frecuente y poco difícil.
XIII. Una esperanza y un deseo
En conclusión, Venerables Hermanos, Nos nos prometemos con vuestra ayuda un feliz resultado de Nuestras advertencias y exhortaciones, tanto en razón de vuestra insigne y particular piedad hacia la Madre de Dios, como por vuestra caridad y celo por la grey cristiana; y estos frutos que la devoción, tantas veces manifestada con esplendor de los católicos a María, ha producido, se goza Nuestra alma en recogerlos ya anticipadamente en gran abundancia.
Llamados por vosotros, en virtud de vuestras exhortaciones y siguiéndoos, deseamos que los fieles principalmente en el próximo mes de Octubre se congreguen en derredor de los solemnes altares de la augusta Reina, y de la Madre llena de bondad, y a fin de tejerle y ofrecerle como buenos hijos con la oración del Rosario, que tanto le agrada, una corona mística. Además, Nos mantenemos y Nos confirmamos las prescripciones y los favores de la santa indulgencia acordad, precedentemente con este motivo[xvi].
¡Qué hermoso e imponente espectáculo será en las ciudades, en los pueblos, en las aldeas, en tierra y en el mar, en todas partes por donde se extiende el mundo católico, que esos centenares de millares de fieles asociando sus alabanzas y juntando sus oraciones, con un solo corazón, con una voz unánime, se reúnan para saludar a MARÍA e implorar a María y a esperarlo todo de María!
XIV. Conclusión
Que por su mediación pidan confiadamente todos los fieles después de haber rogado a su divino Hijo, que vuelvan las naciones extraviadas a los preceptos e instituciones cristianas en las que consiste el fundamento de la salud pública, y de donde dimana la abundancia de la deseada paz y felicidad verdadera. Que por su mediación se esfuercen en obtener, tanto más cuanto que éste es el mayor de todos los bienes, que nuestra Madre la Iglesia recobre la posesión de su libertad y pueda disfrutarla en paz; Libertad que, como es sabido, no tiene otro objeto para la Iglesia que el de poder procurar a los hombres los supremos bienes. Lejos de haber causado jamás hasta ahora el menor perjuicio a los particulares ni a los pueblos, la Iglesia, en todo tiempo, les ha procurado numerosos e insignes beneficios.
Que por la intercesión de la Reina del Santísimo Rosario, os conceda Dios, Venerables Hermanos, los bienes celestiales, con los cuales aumenta y acrecienta de día en día las fuerzas y los auxilios que necesitáis para llenar las obligaciones de vuestro ministerio pastoral; que os sirva de augurio y prenda la bendición apostólica que Nos os damos amantísimamente a vosotros, al clero y a los pueblos confiados a vuestro cuidado.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 22 de Septiembre de 1891, año 14 de Nuestro Pontificado.
LEÓN XIII